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El tratamiento efectivo contra la obesidad y el sobrepeso no está ni en la voluntad ni en el estómago de los pacientes afectados; sólo se logrará al conocer a detalle la predisposición genética y el entramado de señales neuroquímicas cerebrales que regulan las sensaciones de hambre y saciedad, advierten científicos del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav).
Bajo esta perspectiva, el grupo de expertos del Laboratorio de Neurobiología del Apetito en el Departamento de Farmacología de esa entidad, en su unidad Zacatenco, ha comenzado un estudio pionero en México, que a través de modelos animales (ratas de laboratorio) busca despejar la interrogante: ¿por qué el cerebro nos hace comer de más?
Con este trabajo, los investigadores esperan aportar mayores pistas para abordar en forma novedosa dichos trastornos de salud pública, pues aunque han sido atacados desde diferentes frentes -dietas, programas de ejercitación física, cambios metabólicos, uso de medicamentos, cirugías gástricas, etc.- su presencia es cada vez mayor.
Según la Secretaría de Salud, la prevalencia de ambos desórdenes se ha triplicado desde 1980 en el país, con la población adulta como grupo más afectado: 39.5% de los hombres y mujeres sufren sobrepeso y 31% -también de ambos géneros- padece obesidad. En cifras redondas, esto significa que más de 70 millones de mexicanos están por encima de su peso corporal recomendado.
Al respecto, la Organización Mundial de Salud ha impulsado una estrategia global -a la cual México se adhirió en 2004- que enfatiza la alimentación sana y la actividad física como pilares de prevención. Y en enero pasado, en el país se signó a nivel federal un Acuerdo Nacional para la Salud Alimentaria.
“No hemos podido avanzar en el combate a la obesidad porque nos falta entender el papel del cerebro en el origen de esta enfermedad. No bastará con sólo transmitir el mensaje de hacer ejercicio y comer saludablemente. Sin duda esto es parte de la solución, pero no es suficiente”, comentó al respecto el doctor Ranier Gutiérrez Mendoza, líder del estudio.
Distintas causas
El neurocientífico, quien impulsa esta línea de investigación con apoyo financiero del Instituto de Ciencia y Tecnología del DF, reconoce la gran complejidad de la obesidad, que es originada -recuerda- por varios factores: ingesta excesiva de calorías o grasas, escasa actividad física y elementos ambientales.
Además, como no todas las personas son igualmente propensas a desarrollarla aunque coman mucho, los científicos han sugerido la existencia de variaciones genéticas específicas que regulan cuánta energía consume, gasta y almacena en forma de grasa un individuo.
Se han identificado ya varios genes vinculados con la aparición de la obesidad: primero, en 1994, el OB y su producto, la leptina, proteína secretada por el tejido adiposo que desempeña un papel básico en la regulación de la ingesta y gasto de energía, pues actúa sobre receptores del hipotálamo a nivel cerebral, donde inhibe el apetito.
Otros genes asociados con la obesidad son el MC4R (interviene en la regulación de la ingesta) y el FTO (en 2006 se encontró que individuos con dos copias de una variante de él presentan en promedio tres kilos más de peso, comen más y tienen el doble de probabilidades de desarrollar la enfermedad).
Pero hasta antes de 1990 se estudiaban los adipositos (que forman el tejido adiposo) en forma independiente de las funciones cerebrales. Sólo en los últimos años los científicos adoptaron un enfoque integral, que valora las intrincadas conexiones entre el sistema nervioso, el metabolismo y el aparato digestivo.
“Comer o no comer, ese es el dilema. El cerebro decide qué comer y cuándo hacerlo o no hacerlo... así que es fundamental que primero (antes de tratar la obesidad) entendamos las bases neuronales y las variaciones genéticas que predisponen a una persona a alimentarse de más”, dijo el doctor Gutiérrez.
Precisó que múltiples estudios recientes han encontrado, con el uso de tomografías computarizadas, que una región cerebral conocida como corteza órbito-frontal se activa cuando una persona observa estímulos apetitosos. Otras investigaciones han detectado también una mayor actividad de la mencionada zona (correspondiente a los centros de recompensa) en individuos que fueron incapaces de mantener una dieta.
“Todas las evidencias indican la importancia que tiene el cerebro en la regulación de la conducta de ingesta. Esto nos lleva a proponer que muy probablemente en el sujeto obeso exista cierta actividad cerebral que lo predispone a comer en exceso. Apenas estamos iniciando la investigación al respecto, pero muy pronto podremos identificarla”, confió el doctor en biomedicina.
Roedores voraces
Para descifrar los mecanismos que controlan el hambre y la saciedad, Ranier y sus colaboradores usan un método invasivo que no puede aplicarse en humanos, pero sí en ratas de laboratorio. Éste se llama registro multielectrodo, y permite una observación a detalle, mucho más refinada que las tomografías.
En su laboratorio de Neurobiología del Apetito, donde iniciaron esta labor hace dos meses, los expertos colocan en el cerebro de los roedores un dispositivo con 32 electrodos de 35 micrómetros de diámetro (menor que el de un cabello humano) y lo conectan con un amplificador de señales eléctricas que luego envía la información a una computadora.
Con esto, y tras dejar que las ratas coman libremente un suplemento (Ensure), los expertos evalúan la actividad neuronal de los circuitos de recompensa en los diferentes estados: saciedad y hambre. También pueden medir simultáneamente la liberación de neurotransmisores como dopamina o glutamato.
“Cuando un estímulo gustativo entra a la boca, al menos cuatro regiones cerebrales son activadas: la corteza gustativa primaria, el hipotálamo lateral, la corteza órbito-frontal y el núcleo acumbens. Y la única forma de estudiarlas es introduciendo los electrodos en cada una de ellas para ver cómo se comunican las neuronas entre sí”, aseguró el doctor Gutiérrez Mendoza.
Con esta herramienta, agregó, “encontramos que en las cuatro regiones la actividad neuronal podía ser modulada por la saciedad. Es decir que no hay un centro único de saciedad en el cerebro, el hipotálamo, como se pensaba antes, lo que complica las cosas.
“También observamos que la actividad de las neuronas, su frecuencia de disparo, disminuía cuando el animal estaba saciado y una vez que volvía a tener hambre, dicha actividad se incrementaba nuevamente. Esto impone un gran reto al futuro desarrollo de fármacos para producir saciedad, pues deberán actuar no en una sola región cerebral, sino en todo el entramado neuronal”, dijo.
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