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Hace dos años, Inmaculada Echevarría, una mujer de 51 años que desde los 11 vivía postrada en una cama y atada a un respirador debido a una distrofia muscular progresiva, pidió a los médicos que le pusieran una inyección para acabar con su vida. “Quiero una inyección que me pare el corazón, una muerte digna y sin dolor”, imploraba desde el hospital en el que estaba ingresada en la ciudad andaluza de Granada (sur de España).
Pero aquello no era posible. Según la Ley General de Sanidad de 1986, en España un enfermo tiene derecho a “rechazar un tratamiento médico”, pero no a la sedación o a la desconexión del respirador. Y el artículo 143.4 del Código Penal castiga hasta con dos años de cárcel a todo aquel “que cause o coopere activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes o difíciles de soportar”.
Apoyada por la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), después de muchos años de lucha finalmente Echeverría logró ser desconectada y murió. El Consejo Consultivo y el Consejo Ético de la Junta de Andalucía (gobierno autonómico) no lo consideraron eutanasia activa, sino limitación del esfuerzo terapéutico (o rechazo del tratamiento).
Su caso conmocionó a la opinión pública andaluza y provocó que el gobierno de dicha comunidad autónoma abriera un debate impulsado por la consejera de Salud andaluza, la socialista María Jesús Montero, sobre la necesidad de crear una legislación que diera una solución legal a casos como ese.
Hace unos días dicha legislación vio la luz en el Parlamento de Andalucía bajo el nombre de Ley de Derechos y Garantía de las Personas en Proceso de la Muerte, más conocida como la Ley de Muerte Digna. Una norma pionera en España, que establece los derechos de los pacientes terminales y las obligaciones de los profesionales que les atienden.
La ley reconoce el derecho de los pacientes a recibir información clínica veraz y comprensible sobre su diagnóstico, con el fin de ayudarles a hacer su testamento vital, un instrumento mediante el cual podrá rechazar o paralizar cualquier tratamiento o intervención que prolongue su vida de forma artificial, aunque ello pueda poner en peligro su vida. Es decir, regula el derecho del paciente a recibir tratamiento para el dolor, incluyendo la sedación paliativa y cuidados paliativos integrales en su domicilio siempre que no estén contraindicados. Y obliga a los médicos a hacer lo que el paciente decida independientemente de sus creencias. Además, todos los centros médicos, públicos privados y religiosos, deben cumplirla.
El paciente decide
Según Montero, el principal punto de la ley es que defiende el derecho del paciente a decidir sobre su persona, por encima de cualquier creencia profesional. “La ley tiene el límite del Código Penal que prohíbe la eutanasia y el suicidio asistido”, explica. “Pero el paciente tendrá la seguridad de que se hará lo que desee y los profesionales tendrán la seguridad también de que sus técnicas no rebasarán el Código Penal”, añade.
Para la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD) la ley no es suficiente y debería haber ido más allá. La asociación defiende la eutanasia; dice que hay más de 20 mil pacientes que la desean y denuncia “que cada día en los hospitales hay enfermos pidiéndola y se aplica constantemente de manera clandestina”, como cuenta la ex presidenta de DMD Galicia, Carmen Vázquez. “Y no sólo eso, en sus domicilios los enfermos reciben cocteles letales de sedantes para provocar su muerte. Es una realidad habitual, de la que nadie habla, porque en España es un delito y porque todavía hay ciertos prejuicios religiosos que no tienen ningún sentido”, añade.
Quienes también se oponen a la ley, pero por ir demasiado lejos, son los obispos de Andalucía, quienes consideran que puede “abrir el camino a interpretaciones contrarias a la dignidad de la persona en el proceso de su muerte, con el riesgo de favorecer una forma de eutanasia encubierta”. Los obispos rechazan incluso que a los pacientes en coma o en estado vegetativo se les retire la hidratación y la alimentación y piden la regulación de la objeción de conciencia para los médicos “ante la dificultad de discernir en algunos casos”.
El problema, según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), es que sólo una cuarta parte de los 10 mil enfermos terminales que cada año hay en España son atendidos en unidades de dolor o centros de cuidados paliativos, por lo que antes de regular la eutanasia debería desarrollarse y aplicarse al máximo la medicina paliativa.
“La gente pide no sufrir y eso se puede conseguir con el arsenal de fármacos existente. Pero acabar con el sufrimiento moral y la pérdida de ganas de vivir en determinadas condiciones es más difícil”, explica Antonio Pascual, ex presidente de esta asociación. Pascual reconoce que en las unidades de cuidados paliativos los efectos secundarios de la medicación pasan a un segundo plano.
Cuando el sufrimiento es extremo, se puede llegar hasta la sedación, una “desconexión farmacológica”. Con esta solución, que provoca un coma irreversible y se aplica en 30% de los casos, el paciente ya no sufre y lo normal es que en poco tiempo fallezca. El ex presidente de la SECPAL reconoce que hay excepciones en las que los pacientes piden la eutanasia, pero asegura que son los menos.
El Colegio de Médicos coincide en que son pocos los casos de gente que solicita la eutanasia y considera que no se puede legislar a partir de un caso concreto.
El presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de la Profesión Médica, Juan José Rodríguez Sendín, cree que la prioridad actual en España no es la eutanasia, sino lograr que todos los pacientes tengan el mismo acceso a los cuidados paliativos. “Creemos que no es necesaria la legalización de la eutanasia, sino implantar una buena atención al final de la vida. La experiencia confirma que la demanda de eutanasia baja si el enfermo está bien atendido”, concluye.
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