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En la azarosa existencia de Keith Richards, nacido el 18 de diciembre de 1943 en Dartford, Inglaterra, no había una predestinación, digamos, hacia el éxito o hacia la armonía. Ni siquiera había nada escrito que garantizara una vida larga, feliz y productiva como la que finalmente logró protagonizar el célebre guitarrista de los Rolling Stones.
Sin ir más lejos, el único hijo del electricista Bert y de la ama de casa Doris fue en realidad un pródigo vástago de la Segunda Guerra Mundial que se ensañó particularmente con el pequeño poblado del condado de Kent donde vio la luz uno de los músicos más influyentes del siglo XX.
“No recuerdo nada de la Segunda Guerra Mundial, nada, excepto las sirenas. Cuando las oigo hoy en las películas antiguas que pasan por la televisión, se me eriza el pelo de la nuca y se me pone la carne de gallina”, diría muchos años más tarde el superviviente de Dartford, un verdadero milagro de esos tiempos duros, a quien no mató una bomba que cayó en el centro de su cuna sólo porque en esos instantes estaba en brazos de su madre, que hacía compras por el barrio.
“¡Hitler iba por mí!”, suele contar el atribulado Keith con la retahíla de un viejo que vivió más de la cuenta. Le gusta, cómo no, que su vida y, más que su vida, esas ocasiones —muchas— en la que avistó la muerte (electrocuciones en pleno escenario, caídas de un cocotero en unas vacaciones familiares, siestas alcoholizadas y narcóticas de las que muchos otros adictos nunca lograron despertar y, claro, esa bomba que destruyó su habitación a pocos minutos de que su madre lo regresara a la casa), den el marco adecuado a un dramatismo barroco del que él ha sido el único e infalible demiurgo.
En una casa sin refrigerador ni teléfono, cuyo único bien trascendente resultó ser una radio al compás de la cual la alegre Doris cantaba y bailaba, el niño Richards creció entre algodones “regordete y robusto, con la nariz roja y la cara pálida, un verdadero niño de mamá. Al principio de la escuela, le entraba pánico si yo no estaba allí esperándolo cuando todos salían”, dijo su madre.
Nunca se comió un dulce
Rodeado de pobreza al punto tal de que recién a los 11 años probó un caramelo, Keith pasaba sus días dibujando y pintando, ajeno al futbol y a la testosterona que derrochaban sus congéneres cercanos en pujas donde, por lo mínimo, terminabas ensangrentado. De cómo su abuelo materno le dejaba como al descuido una guitarra cerca, de cómo recayó —al igual que Lennon y que tantos otros jóvenes ingleses que cambiarían el rumbo de la cultura popular— en una escuela de arte adonde iban los vagos, confundidos y pésimos estudiantes, de cómo conoció a Mick Jagger y, sobre todo, de cómo fue uno de los ejes de ese triángulo ferozmente creativo y perversamente macabro titulado “Jones-Jagger-Richards”, da cuenta la biografía de Victor Bockris (Sussex, Inglaterra, 1949), que editó Globalrhythm y en México comenzó a distribuir editorial Océano.
Poca satisfacción
Con imágenes pobres y de pésima calidad, compensadas con 500 páginas de un texto apasionado al que es imposible dejar por la mitad, la biografía no autorizada de una vida no menos convencional no es sólo reveladora por el caudal de anécdotas fuertes e imperdibles (la relación homoerótica que desbalanceó el equilibrio del triángulo entre Brian Jones y Mick Jagger, por ejemplo), sino por la sutileza con que el trazo experto de Bockris (quien escribió también la biografía de Lou Reed y de la Velvet Underground) delinea a una figura fascinante y talentosa alrededor de la cual se construyó toda la arquitectura de la famosa banda.
Fue inconmensurable el aporte artístico de Brian Jones, un personaje al que Bockris no escatima en mostrar prodigioso y monstruoso a la vez; sin Jagger (al que todos debían tratar como a una mujer, por su gran inseguridad y androginia) no hubieran existido los Rolling Stones; pero si algo deja claro el libro que ha comenzado a circular es que, desde el punto de vista musical, el verdadero factótum de las piedras rodantes, el jefe indiscutible, es y ha sido Keith Richards.
Si en las bandas de rock más convencionales el sonido es fruto de una tenaz persecución a la batería, en los RS es producto de una fidelidad casi militar a su guitarrista. como lo explica el bajista Bill Wyman: “Todos los grupos de rock siguen al baterista. Así es como funciona, excepto en nuestro grupo. De ahí a que la gente le cueste copiarnos. Nuestro baterista sigue al guitarrista rítmico, que es Keith Richards. Keith es un músico muy tozudo, con mucha confianza. Al decir esto no estoy desmereciendo a Charlie (Watts) en absoluto, pero en el escenario tienes que seguir a Keith”.
Si a ese liderazgo se le suma su facilidad para hacer canciones en donde tiene la máxima responsabilidad armónica y melódica, se entenderá por qué el artista muchas veces perdido entre las garras de las drogas (“Largas rayas de polvo blanco esperaban en lo alto de los bafles que se alineaban en la parte trasera del escenario. A causa del variado menú de Keith, unas rayas contenían cocaína y otras heroína”), que viaja a todos lados con 16 guitarras y que es fuente de inspiración para tantos artistas, entre ellos el actor Johnny Depp, que lo venera, puede ser llamado sin temor a exagerar uno de los músicos más trascendentes del siglo pasado.
Temerario a la hora de conducir automóviles (“Iba chocando contra todo, le daba igual. Estábamos todos sentados en el coche y de pronto alguien decía: ¡Oh, creo que hemos chocado contra un árbol!”, dijo un conocido), capacitado y convencido de que las mejores ideas se defienden a golpes, Richards también pasará a la historia por sus canciones magníficas, entre ellas el himno de los seguidores de las piedras rodantes, “Satisfaction”, que compuso en la noche del 9 de mayo de 1965 en un hotel de Clearwater, Florida, Estados Unidos.
“De haber dependido de mí, “Satisfaction” no se habría publicado nunca. Era demasiado básica y el fuzz con la guitarra me parecía un truco barato. Cuando dijeron que querían sacarla como single, me levanté furioso y dije: ¡Ni hablar!”. Richards dixit.
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