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lunes, 2 de noviembre de 2009

La revolución pendiente.

Reportaje:

El País de España.

Como a los cantantes a los que siempre se reclama la vieja canción de éxito, cada acto de masas en el que participa Barack Obama acaba con el célebre Yes, we can! Esta semana se ha escuchado mucho. Hoy, en Nueva Jersey. Obama lleva varios días participando en mítines de apoyo a los candidatos demócratas que compiten en las elecciones parciales del próximo martes, la primera prueba de su presidencia. Pero, un año después de su victoria electoral, el Yes, we can! suena hoy más artificial, ha perdido brío, lo mismo que el movimiento que simboliza. La revolución que nació el 4 de noviembre de 2008 conserva todo su potencial de transformación, pero no tiene ya la energía juvenil de esa noche electoral en la que cientos de miles de personas se echaron espontáneamente a la calle para celebrar el acontecimiento potencialmente más trascendente de lo que va de siglo.

Pocos momentos en la memoria reciente despertaron tantas esperanzas como aquella noche, que se recuerda cálida para esta altura del otoño. Una conjunción de hastío por el periodo de George Bush y de ansiedad universal por el nacimiento de líderes referenciales, elevaron a Obama a una categoría casi sobrehumana.

El color de su piel, su mensaje de progreso y su voluntad de construir puentes de entendimiento en el mundo contribuyeron a crear ese clima. El mundo, en su mayoría, mantiene altas las expectativas, como prueba la reciente concesión del premio Nobel de la Paz. Pero aquí, en Estados Unidos, han surgido en este tiempo dudas, inquietudes, tanto en la derecha como en la izquierda, y la fe en Obama está ahora condicionada a la consumación de su obra.

Nada grave ha ocurrido en este periodo que permita todavía cuestionar la capacidad de Obama para hacer historia. Preside un Gobierno brillante que no ha cometido errores relevantes. Se ha salido de la crisis económica, se han borrado las huellas más sangrantes de la Administración anterior y se han puesto en marcha ambiciosas iniciativas, tanto en el ámbito doméstico como internacional.

Obama ha cumplido hasta ahora con éxito la labor de eliminar el pesado lastre heredado de George Bush: los bancos han resucitado, la industria del automóvil vuelve a tener beneficios, la Bolsa está en tendencia predominante al alza, los abusos legales en aras de la guerra contra el terrorismo han acabado -incluso esa denominación ha sido abolida- y Estados Unidos ha recuperado gran parte de su prestigio internacional.

En lo que Obama no ha tenido éxito hasta ahora es en la definición precisa de su propia presidencia. Superada la etapa del contrapunto de Bush, falta saber qué aportará Obama a la historia de esta nación. Los conformistas europeos pueden entender que ya ha hecho suficiente, que un primer presidente negro representa en sí mismo un cambio. Pero conformarse es un verbo que no se conjuga en Estados Unidos, donde a Obama se le exige aún mucho más.

Las encuestas reflejan esa insatisfacción. Obama ha perdido algo más de diez puntos desde que asumió el cargo, el 20 de enero, y su respaldo oscila hoy entre el 50% y el 55%, positivo pero no grandioso. Ese descenso es más acentuado entre los votantes que se definen como independientes, que suelen ser, lógicamente, los menos ideológicos y los más exigentes a la hora de reclamar acciones, no palabras.

Ése es, por supuesto, el talón de Aquiles de Obama hoy por hoy: la falta de resultados tangibles para los ciudadanos norteamericanos. Un problema que se hace más ostensible al contraponerlo con la hermosa oratoria que el presidente ha exhibido desde el primer día. Los cambios se demoran (sanidad, energía), las promesas se matizan (inmigración, derechos homosexuales) y los plazos se extienden (Irán, Afganistán). Incluso en aquel terreno en el que el progreso es evidente, como el de la economía, éste se ve opacado por la lentitud en la creación de puestos de trabajo.

Se dice con frecuencia que Obama está descubriendo la dureza de gobernar, de hacer realidad los programas electorales. Es cierto. Las dificultades para el cierre de Guantánamo son la mejor prueba. Pero, más que eso, lo que ocurre es que Obama es un hombre templado de carácter y complejo intelectualmente a quien le gusta escuchar muchas opiniones diferentes antes de hacer una apuesta. Sus rivales interpretan eso como vacilación y le acusan, como en el caso de la guerra de Afganistán, de falta de decisión. Un líder primitivo y sectario tiene, en el fondo, más fácil la identificación de su gestión. Obama está todavía pendiente de definirla.

Eso puede llegar, en parte, con la consumación de algunas de las iniciativas por las que está batallando, especialmente la reforma sanitaria. Aún no se sabe con certeza si Obama podrá cumplir su promesa de firmar una ley para la creación de un nuevo sistema de salud antes de final de año, pero es indudable que se está más cerca de ese objetivo de lo que jamás se ha estado en este país y que parece muy probable que el presidente pueda pronto celebrar su primera gran victoria.

Por lo que se sabe de la ley, sería una victoria descomunal, de esas que hacen historia, de esas que marcan una presidencia y justifican una larga espera y un enorme desgaste. Se están produciendo cambios más silenciosos, pero muy bien valorados por los expertos, en el área de la educación, en el que la Casa Blanca puede también pronto apuntarse algún éxito relevante. Ha empezado ya en el Congreso el estudio de la reforma energética, que promete ser otra brutal batalla, pero podría generar un nuevo modelo de progreso para décadas futuras.

Varios asuntos de las relaciones internacionales están también en proceso de maduración: la crisis nuclear con Irán, la firma de un acuerdo de desarme con Rusia y la creación de un marco de cooperación con China. Pero, sobre todo, está por decidir el destino de la guerra de Afganistán, una decisión que, como ninguna otra, ayudará a catalogar esta Administración.

Estamos, pues, apenas en los albores de lo que puede ser una revolución. Sólo con que una parte de lo que Obama ha propuesto a su propio país y al mundo se cumpliese, nos encontraríamos ante una figura para la posteridad. Pero también podríamos estar en los albores de una monumental decepción.

Los norteamericanos no han resuelto aún esa duda, y nadie es capaz de decir todavía si Obama será Roosevelt, el forjador de un nuevo país, o Carter, el honesto intelectual fracasado. Si será Johnson, con toda una obra malograda por el fiasco de Vietnam, o Reagan, el motor de una nueva era conservadora. Es aún pronto para emitir sentencia. La de Obama es aún una revolución pendiente.

Son los republicanos, precisamente, los que mejor le han tomado la medida. Con sus burdas comparaciones con Mao, Hitler o Stalin, el extremismo conservador ha conseguido movilizar a sus bases contra el presidente y sembrar algunas sospechas entre ciudadanos sencillos y mal informados.

La izquierda, sin embargo, está todavía indecisa en su juicio sobre un presidente que se resiste a asumir el clásico corte progre. Sus compañeros de partido en el Congreso se le alejan o acercan en función del beneficio que puedan obtener de ello en su propio nicho electoral. Los sindicatos no acaban de ganar el espacio que se prometían. Y la izquierda social, la que representa el Huffington Post y otras marcas de la élite intelectual, pasan del amor al odio varias veces por semana.

No es grave eso para Obama. Pero sí lo sería que, dentro de 24 meses, cerca del ecuador de su mandato, su presidencia siguiera siendo una promesa.

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