Reportaje:
El País de España
En un recodo del río Tapaje, en el departamento de Nariño del Pacífico colombiano, dos mujeres con camisetas llenas de agujeros y sombreros de alas, esperan la llegada del comprador de hoja de coca. "La necesidad me tiene en esto, con siete hijos y sin marido...", se disculpa, con el tono cantado y dulce de los afrocolombianos, la dueña de la mercancía. "Sólo me queda lo que dejó la última fumiga", agrega. La aspersión de glifosato, realizada mediante poderosos monomotores escoltados por helicópteros artillados, los había atacado cuatro meses antes.
Poco después se acerca una embarcación. Un hombre y una mujer acomodan los bultos en la lancha, pagan lo convenido -el equivalente a 500 dólares- y en minutos se pierden por un riachuelo. En volteaderos y cristalizaderos camuflados en la selva, esta hoja se convierte en medio kilo de cocaína. Los 500 dólares se multiplican hasta llegar a 43.000 en las calles de Madrid.
Nariño, mitad costero y mitad en la cordillera, es el departamento con más coca, 20.000 hectáreas. Es un territorio disputado por los grupos armados que se financian con el cultivo: los nuevos paramilitares, las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las bandas de la mafia...
Y en medio de este conflicto se vive un pulso entre los campesinos que se arriesgan a dejar el cultivo de la hoja de coca, los vacilantes y los necios.
El gobernador, Antonio Navarro Wolf, apoya a los primeros: "El único camino para acabar con la coca es que el campesino se convenza y convenza a su vecino de dejarla". Se comprometió con el plan de etnodesarrollo creado por las comunidades negras del Pacífico y de Leiva y Rosario, encumbradas en las montañas, y abandera un programa piloto de sustitución voluntaria denominado Sí Se Puede.
Desafío
EL PAÍS, con el apoyo de Avina -una organización que trabaja por el desarrollo sostenible en América Latina-, realizó un recorrido por estos lugares y comprobó que el desafío no es fácil.
La coca llegó al Tapaje en 2001. Floreció en medio de la caída del precio del coco y de la importación de cacao, que arruinó a los lugareños. Es una zona de alta pluviosidad, que llegó a convertirse en una despensa. Pero en El Charco, la población más grande sobre sus riberas, se llegó al extremo de importar todo lo que se comía. A El Charco se llega desde Tumaco, un puerto sobre el Pacífico, navegando por mar, ríos y esteros.
Arnulfo Mina, el párroco, lamenta que el Gobierno no haya llegado con "un plan serio" y que no haya cumplido las promesas realizadas hace dos años, en medio del desplazamiento masivo provocado por la fumigación y los enfrentamientos entre las FARC y el Ejército, que ocupó la zona para recuperar territorio.
Les ofrecieron sembrar palma africana. Pero la palma, que requiere grandes inversiones de capital, ha dejado a muchos nativos sin tierras en otros lugares. En los puestos planeados para vender verduras, granos o frutas del mercado de El Charco viven aún 200 personas.
En su casa, construida sobre pilares en la parte alta del Tapaje, Arnulfo Aguirre acumula cartas pidiendo créditos blandos para volver al cacao. Este hombre de 55 años, que aprendió a leer solo, confiesa que "tomó conocimiento" de la ilegalidad de la coca cuando metieron presos a dos amigos. "Pensé: ese cultivo no es para nosotros; cuando uno está preso, ya la vida es sumergida". Es directivo de su Consejo Comunitario, una de las organizaciones creadas para reconocer la propiedad de los baldíos del Pacífico a los afrocolombianos. A comienzos de año decidieron arrancar los cocales. "Si el Gobierno toma la iniciativa, los servicios del Estado no nos cobijan", dice Arnulfo.
Tiene razón. Los programas de la Gobernación, que cuentan con recursos de la cooperación internacional, llegarán a quienes lo hagan. Por falta de recursos, apenas un 10% de la población negra del Tapaje se beneficiará. "No acabaremos con el narcotráfico, pero tiene sentido que logremos sacar de lo ilegal a 5.000 familias", reconoce Eugenio Estupiñán, encargado del programa.
El desafío mayor es garantizar el mercado. Trabajarán por núcleos de 40 hectáreas. "Si son afectadas por la fumiga, podremos hacer los reclamos respectivos", aclara Estupiñán. Pero la garantía no es absoluta.
Un solo camino
Gustavo Mauricio Girón, obispo de Tumaco, maneja una cifra: un 30% del campesinado está decidido a dejar el cultivo de coca. Pero sabe que las mafias no dejarán que el negocio se acabe. Califica a los campesinos de "víctimas". "Los capos dominan territorios y les obligan a sembrar", recuerda. Si no lo hacen, los tildan de espías y tienen que huir. Hay un solo camino: que toda una comunidad se una y diga: "No sembramos más coca".
No es fácil. Comunidades que se han reunido para buscar una salida conjunta sienten desconfianza: "Lo que uno comenta en esos espacios llega a los oídos de los armados", alegan. Muchos prefieren callar. "Los grupos armados quieren tener como apéndices de su estructura de poder a las organizaciones comunitarias", afirma Ricardo Vargas, estudioso del tema.
El obispo retrata otra de las presiones que se abaten sobre el alma del campesino: "La coca daña más al que la produce que al que la consume". Su lógica descorazona: el que consume se torna pacífico, pero el campesino que la cultiva se degrada: compra armas, licor, equipos de sonido, gasta a manos llenas en juegos de azar, en prostitutas... "Desde el momento en que la coca produce, existe la tentación", advierte el obispo.
Durante mucho tiempo, Humberto deseó que llegaran los aviones fumigadores y destruyeran su cocal en Leiva. Por eso, cuando a comienzos de 2008 ocurrió, sintió alivio. Fue a la alcaldía y pidió ayuda; reunió a los vecinos y los invitó "a cambiar de pensamiento". A finales del año pasado, integrados en el programa Sí Se Puede, arrancaron manualmente 90 hectáreas.
Otros los han imitado. Muchas razones lo llevaron a dejar atrás 14 años de vida ilícita: dos hermanos arruinados por la adicción, las repetidas amenazas de los armados -"quererlo matar a uno porque no aportaba lo que ellos querían"-, la muerte violenta de cuatro de los cinco hijos varones de su hermana, y la masacre de cinco líderes del pueblo en diciembre de 2007.
Sabe que "sólo con estar en paz" no se vive. "Si el Gobierno le pone la mano al campo y da soluciones, se puede terminar con esto", explica.
Ayuda de la UE
Pero las políticas públicas apuestan por la agroindustria y no por la economía campesina. Esto preocupa al gobernador Navarro. Sí Se Puede está financiado, entre otras instancias, por la Unión Europea, que aporta 4,5 millones de euros. El Gobierno de Bogotá lo respalda; por eso, se comprometió a no fumigar si los campesinos arrancan voluntariamente las 600 hectáreas que aún quedan. Casi 4.000 familias de Leiva y Rosario, cocaleras o no, son las destinatarias.
"Se trata de enfrentar con una óptica distinta el problema", dice Navarro. Es necesario un paquete completo de desarrollo sostenible que incluya seguridad, vías, legalización de predios, asistencia técnica, créditos y acceso al mercado regional a precio justo.
El primer paso es convencer a los campesinos y reconstruir el tejido social, desbaratado por la mentalidad competitiva e individual impuesta por la coca; después, es necesario agruparlos de acuerdo al interés por distintos cultivos. Una barrera es la desconfianza. Así lo siente Luis Eduardo Ramírez, ingeniero agrónomo con doctorado en Desarrollo Sostenible, encargado del proyecto en Leiva. "Con lo ilícito, la gente se acostumbró a buen dinero", dice.
Frustrante cosecha
Será lento volver a la cultura anterior. Lo aceptan los lugareños: "Llevamos en esto casi 30 años. Los jóvenes no saben qué es el trabajo de antes". Además, cargan con una pesada cosecha de frustraciones con programas alternativos. Desde 1985 se han hecho distintos experimentos: "Vienen, nos endulzan el oído, dentramos a los proyectos y después nos dejan paralizados".
A Leiva se llega tras una hora de viaje desde la carretera que une el centro del país con Ecuador, por un camino empinado que sube ensortijado sobre el ramal occidental de los Andes. A los rincones más apartados se viaja por caminos tan angostos que parecen rasguños abiertos en la montaña, al borde de aterradores precipicios. Todo ese oleaje de montañas estuvo tapizado de coca. Anclaban el arbusto con puntales para que no se despeñara. El cultivo casi desaparece por las fumigas, la erradicación manual y las pirámides -empresas ilegales captadoras de dinero-. En lugar de salvar la hoja tras las últimas lluvias de glifosato, campesinos y compradores apostaron por estas empresas, que se desplomaron antes de terminar el año 2008.
Muchos volvieron al monte para recuperar la coca abandonada o para sembrar nueva. Y hay rumores tentadores: oferta de semillas, apoyos para empezar de nuevo... En algunos sitios, la resiembra se da por exigencia de los armados. A una aldea llegaron los nuevos paras, mataron ganado, repartieron carne y les ofrecieron precios altos por la hoja.
A finales de febrero, en un encuentro comunal, los campesinos de Leiva soltaron ante el gobernador un rosario de quejas. Y Navarro les increpó: "¿Me quieren decir que quieren volver a la coca, que no se puede...?", les increpó Navarro.
La fumiga, pero también los químicos con que alimentaron por años la coca y tanto bosque arrasado, tiene la culpa. "Abrieron mucha frontera agrícola para botar esa semilla", cuenta el ingeniero Ramírez. Hoy se necesitan más abonos y están tres veces más caros.
"No podemos declinar, vamos a seguir buscando aliados; si crece la ayuda, vamos a salir de esta cuestión", dice Sandro, líder y profesor del Tapaje. Y en la sierra, Humberto, de manera suave, seguirá predicando: "Cuando haya ayuda, ¿quién va querer la coca?"
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