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lunes, 25 de mayo de 2009

En silencio viven con sida; temen al rechazo.

Noticia:


Las compañeras del hotel donde trabaja como recepcionista le han preguntado qué es eso que toma todas las mañanas, eso que parece un jugo de tamarindo. Amelia, mintiendo, contesta que son vitaminas nada más.

Ella tiene 30 años y dos hijos de 13 y tres años. Sus ojos tienen párpados profundos como para maquillarlos con esmero. Su cuerpo dibuja curvas de proporciones atractivas. “Si se enteraran en mi trabajo que tengo VIH seguramente me iban a rechazar”, dice. Entonces guarda su secreto en un rincón de su historia personal.

Hasta hace tres años no se imaginaba que pudiera tener VIH. Sus médicos calculan que vivió más de dos años con el virus en su hermoso cuerpo.

Ahora, cada mañana, antes de ir a trabajar, se prepara jugos especiales, complementos patentados por una empresa mexicana y surtidos por la Fundación Eudes. También toma medicamentos antirretrovirales que le prescribieron desde hace más de tres años; esas pastillitas le acompañan siempre. Las guarda en su bolso, con cuidado de que no se las puedan encontrar. Sus amigas no lo saben, sus compañeras de trabajo y sus vecinos no lo sospechan.

Su familia se enteró tras una crisis que sufrió el año pasado y que casi la lleva a la muerte; llegó a pesar 47 kilos después que su peso regular era de 65. Entonces no trabajaba.

En 2005, cuando se enteró de su infección, nunca había pensado en la palabra sida. Ni siquiera le creyó a su ex pareja cuando, tiempo atrás, éste le confesó que era portador de VIH; casi no conocía nada del tema, lo sentía algo lejano. Entonces, prefirió alejar de ella al papá de su hijo hasta que un día, después de un año y medio de esa confesión empezaron los problemas físicos: vómitos, diarrea, malestares.

O estoy embarazada, o tengo sida, pensó. Y fueron las dos cosas.

Amelia vivía en el puerto de Veracruz. Fue con un médico para revisión y éste le mandó hacerse unos análisis. En pocos días le confirmaron. “Tienes VIH”.

No pensó mucho en las soluciones, sintió que se moriría pronto. En ese entonces había encontrado a otro hombre que la hacía feliz y con quien tuvo a su segundo hijo. Ni el padre ni el bebé son portadores del virus.

“La verdad a veces pienso en esto todo el día, dependiendo de lo que esté haciendo. Sobre todo en las noches, antes de dormir. Pienso tantas cosas: en cómo me siento, en que es difícil aceptarlo, en que quisiera tener otra vida, no saber que estoy enferma; pido a Dios tener un poco más de vida para estar con mis hijos”, cuenta con voz entrecortada y sigue: “Es que, no sé, sólo tuve dos parejas en mi vida… estoy tan joven”.

Lo tienen y no lo saben

De julio a noviembre del año pasado, mil 301 personas que pasaron por la Alameda Central y las estaciones de Metro Insurgentes y Velódromo tuvieron la curiosidad de hacerse una prueba rápida de VIH al ver un stand para ello. Se acercaron y en 40 minutos tuvieron respuesta: 112 personas, 8%, se enteraron ahí de que estaban infectadas.

Esta actividad realizada por el Centro de Atención Profesional a Personas con Sida (Cappsida) en 2008 reveló que podrían ser muchísimas las personas que viven con VIH y ni lo sospechan, asegura su coordinador, Martín Luna.

Las cifras oficiales del Centro Nacional para la Prevención y Control del VIH/Sida (Censida), organismo que depende de la Secretaría de Salud, señalan que alrededor de 200 mil mexicanos podrían ser portadoras del virus y no lo saben, incluso podrían ser hasta 310 mil, como cálculo máximo, reconoce Carlos Magis Rodríguez, director de Investigación Operativa.

Esto retrata que de un grupo de 310 personas aglutinadas, al menos una podría tener VIH y lo ignora. En un concierto en el Foro Sol, para 60 mil personas, unos 180 asistentes podrían ser portadores. En un lugar como el Distrito Federal, que es la ciudad con mayor incidencia, se calcula que de los 8.7 millones de habitantes poco más de 26 mil están infectados. En una sala de cine grande, para 620 personas, hasta dos de ellas tendrían el virus.

La enfermedad del silencio

De lunes a viernes, casi a la una de la tarde, luego de comer, Mauricio arregla su cabello para logar el peinado antiguo y sencillo que logra con mucho gel. Se ve en el espejo: “Sí, he cambiado un poco en los últimos años. Los cachetes y las pompas enflaquecieron. Ojalá se fuera lo que debería irse, como la panza”, dice mientras señala su abdomen, que contrasta en el cuerpo delgado.

A las dos de la tarde llega a la radiodifusora donde trabaja desde hace 27 años. Registra su entrada, sube las escaleras y se detiene en su cubículo después de haber saludado a unos siete compañeros. “A veces los veo y pienso que alguno de ellos quizá pueda tener VIH y no saben, o sí saben, pero como yo, no le dicen a nadie”, comenta.

Hace 12 años, cuando se enteró de su infección, trabajaba en dos empresas, pero dejó una, la revista, porque le dio miedo que lo descubrieran. La gente le parecía muy “chic y elitista”.

“Me imaginaba que me llamarían a una junta y me confrontarían preguntándome si tenía sida; diciéndome que me fuera, así, frente a todos y duramente”, cuenta. Entonces él, en sus suposiciones, se adelantó y pidió su renuncia aunque eso le significó bajar de forma importante sus ingresos y, por tanto, abandonar su departamento en la colonia Del Valle.

“Siempre quise sentirme gente ‘in’ y por eso pagaba un departamento caro, mi ilusión era comprarme un carro carísimo”, dice mientras sonríe con ojos de nostalgia. Viste jeans viejos, chamarra de mezclilla, camiseta sin marca. Su cara y sonrisa tienen un cierto aire al del actor estadounidense Jim Carrey, pero con 10 años más.

En su cubículo tiene en una mesa una nota periodística impresa: “Aumentan casos de SIDA en Washington y Europa”. Lo lee en voz alta: “¿Europa?, sí”, dice, y entonces guarda silencio como si se transportara en sus pensamientos. Recuerda y cuenta que hace más de seis años viajó dos veces al viejo mundo a visitar a su pareja, en Francia. Con él vivió en el Distrito Federal durante dos años y recuerda el amor y los cuidados de Rogelio, su novio, quien no tenía VIH. Siempre usaron protección.

Rogelio era guapo, alto y masculino. Lo conoció en una fiesta años atrás. Contarle que tenía VIH no fue fácil, pero le sorprendió su reacción amorosa: lo aceptó y cuidó con esmero por años hasta que pidió una beca para estudiar en Europa. Se fue y pasaron seis años ya. Mauricio sigue solo desde entonces, jamás volvió a tener a alguien estable. Vive con sus padres de 75 y 89 años quienes a veces le preguntan por qué tiene tantas diarreas y por qué está tan sólo.

Sólo tiene 25 años

“Se puso pálido cuando le dije el resultado. Se quedó callado mucho tiempo. Nosotros respetamos ese silencio. Esta vez yo salí de la oficina y cuando regresé estaba llorando mucho. Eso es normal, la mayoría reacciona así: piensan que ya se van a morir, preguntan cuánto les queda de vida y si van a vivir igual; preguntan qué cambiará, si se lo tienen que contar a alguien. Al final concluyó que no lo dirá a nadie, por lo pronto”, narra Yuridia García desde su oficina en Cappsida cuando describe la reacción de un joven de 25 años que acababa de ser notificado como positivo al VIH.

La trabajadora de la ONG asegura que casos como esos se dan mucho: chavos que pensaron que jamás les pasaría algo así y, de pronto, por un “acostón”, les sucede.

“Es una lástima, el chavo tiene una relación estable con un hombre desde hace dos años y dice que siempre usó condón. Pero hace cuatro meses, en una fiesta tuvo una relación con una chava, sin condón. Él sospecha que fue ahí cuando se infectó con el VIH”, relata García.

“Mira, si tu lo ves se ve como cualquier joven normal. Trabajaba en una farmacia, tenía planes de terminar la carrera, llevaba una vida sana y todo por un descuido”, lamenta.


Comentario:

Muchas personas viven un infierno y todo porque persisten los prejuicios y la discriminación.

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