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De todas las guerras sucias en los tiempos donde las balas eran el único valor de intercambio en el continente latinoamericano, la de Guatemala, sin dudas, fue la más sucia y la menos difundida.
La aplicación de la Doctrina de la Seguridad Nacional, clave en la política exterior estadounidense en los 70 y 80, se ensañó particularmente con esta nación poblada, al decir de Wallace Stevens, por “hombres más remotos que las montañas”.
En este país de América Central, que limita al oeste y norte con México, al este con Belice y el Golfo de Honduras, al sudeste con Honduras y El Salvador, la guerra contra la insurgencia, que dio inicio a comienzo de los años 60, dejó más de 50 mil muertos y millones de desplazados hacia la selva y el campo.
Guatemala no fue Chile, donde en los 70 Pinochet y la CIA acabaron con el primer presidente socialista elegido democráticamente en el continente. Tampoco fue Argentina, donde la sangrienta dictadura de Videla se mezcló con el futbol y la invasión a las islas Malvinas para caer atrapada en su mismo vértigo mediático.
Guatemala tampoco fue Nicaragua; no tuvo a Julio Cortázar y sus poemas a Sandino. Ni siquiera fue El Salvador, donde el monseñor Arnulfo Romero y el poeta Roque Dalton, de un lado al otro de la sangre, sacudieron al mundo con su martirio.
En este país poblado mayoritariamente por indígenas, los cadáveres siguieron muriendo —al decir del poeta peruano César Vallejo— por mucho tiempo, con heridas abiertas y sangrantes frente a la indiferencia y sordera de la opinión internacional.
Por fortuna —si es que en estos temas puede apelarse a un concepto semejante— si algo no muere nunca en Latinoamérica son los muertos matados por el abismo insondable de la crueldad, de la violencia ciega, de la injusticia.
Prueba de esa eternidad clamorosa es la voz del obispo Juan Gerardi, asesinado a golpes en el patio de su iglesia el 26 de abril de 1998, como castigo infame a su labor al frente de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, a sólo dos días de haber presentado un informe de mil 600 páginas que documentaba los crímenes cometidos por el ejército guatemalteco en la lucha contra la insurgencia.
El periodista y escritor Francisco Goldman, nacido en 1957 y criado entre Boston y Guatemala, narra en su libro de reciente aparición, no sólo el horrendo crimen de Gerardi, a quien llama “héroe y mártir”, sino las investigaciones llevadas a cabo después del asesinato y que derivaron en un juicio histórico en el país, que a juzgar por los hechos de los últimos días, sigue desangrándose, sigue muriendo.
KIOSKO adelanta en forma exclusiva el primer capítulo de El arte del asesinato político - ¿Quién mató al obispo? (Anagrama), una crónica serena, minuciosa y a la vez conmovedora de un asesinato que como muchos en nuestro continente, no debería haber ocurrido.
Entrevista a Francisco Goldman
¿Cree que el mundo está en deuda con Guatemala?
El gobierno de Bush en los EU ha puesto mucho dinero para deportar a los trabajadores guatemaltecos de su suelo, pero no ha puesto un centavo en ayudar a reconstruir una nación que pueda dar trabajo y mejores condiciones de supervivencia a sus jóvenes. Guatemala es un país como tantos otros en América Latina, aunque es el único que en los últimos diez años ha visto crecer los problemas por desnutrición en los niños. Entonces sí, el mundo tiene una deuda ética, política y humana con Guatemala.
¿Con qué disposición de ánimo escribió esta crónica?
Originalmente pensé que esto iba ser un libro breve y fácil. Escribí primero dos artículos sobre el caso, uno en la revista New Yorker sobre el asesinato de Gerardi y otro sobre el juicio en The New York Review of Books. Para el libro pensaba unir los dos artículos y ya, pero entre el 2001 y el 2007, el caso enloqueció, se puso todavía más terrible, interesante y peligroso. Los asesinos —vinculados algunos con el ejército y otros con las mafias— hicieron de todo para detener el juicio. Pensaban incluso que de ser condenados, los jueces corruptos iban a dejarlos en libertad. Yo también pensaba qué eso iba a suceder y ya no tenía ganas de hacer otro libro sobre otra derrota en Guatemala, pero increíblemente, los jueces condenaron a los asesinos. Entonces supe que tenía que escribirlo. Lo escribí durante 18 meses, con el mejor ánimo posible, recién asado, con buena comida casera en la barriga, mucho tequila, mucho amor... en Guanajuato.
¿La inclusión de la primera persona en el relato fue un modo de perder distancia para ganar compromiso con la historia?
Aparezco donde es relevante, porque yo estaba ahí y, hasta cierto punto fui participante. Sabía que había una sola manera de conseguir precisamente el libro: fidelidad completa al caso mismo, incluyendo las partes que viví al lado de los protagonistas.
¿Qué consecuencias trajo la publicación de esta crónica?
El libro contribuyó a reivindicar la labor de quienes consiguieron que por primera vez en la historia de Guatemala se condenara a militares por sus crímenes de Estado. Sin duda, el libro fue usado como arma electoral contra el candidato Pérez Molina, que hubiera sido un desastre peor que Colom.
¿Los cadáveres en Guatemala son como el poema de Vallejo, es decir: siguen muriendo?
Sí, claro. De hecho, han matado a 20 personas relacionadas con el caso Gerardi. Hace algunas semanas mataron un militar que podría haber sido un testigo importante en la próxima etapa del caso. En Guatemala, los asesinatos toman muchas formas y se hacen por muchas razones, no sólo para castigar o eliminar gente incómoda. La víctima es más que un objetivo en sí mismo de quienes han urdido su muerte; se convierte en un medio para enviar mensajes a terceros y alcanzar otros fines.
El obispo Gerardi ¿fue un héroe o un mártir?
Pues los dos. Me gusta una de las definiciones que la Iglesia tiene para definar al mártir: comida de las bestias. Gerardi sin duda fue comido por bestias.
¿Cuándo es el momento de llorar en Guatemala?
Citaría mi propio libro, cuando se habla de Helen Mack, en la lucha terrible que ha encarado para encontrar a los asesinos de su hermana: “Su larga e incesante búsqueda de justicia por el asesinato de su hermana la había convertido en la activista de derechos humanos más admirable de Guatemala. Inteligente, daba la impresión de que nada la asustaba y proyectaba una fría implacabilidad, pero al mismo tiempo mostraba la vulnerabilidad emocional más desarmante: a menudo rompía en lágrimas cuando discutía el caso de su hermana o cuando debía dirigirse a la prensa después de recibir un revés en los tribunales.”
¿Qué opina de lo que acaba de pasar con el presidente Colom?
No hay gobierno ni institución en Guatemala que no esté penetrado por el poder del narco y las mafias. Sin duda eso lo que está atrás del asesinato del licenciado Rosenberg. Ahora bien, lo que hay que determinar es si el presidente sabía de esto. El gobierno de Colom parece demasiado débil en comparación con el de Arzú, quien gobernaba cuando asesinaron al obispo Gerardi. Eso significa que será más difícil para la gente de Colom orquestar un encubrimiento. En Guatemala ahora existe el CICIG, un organismo de la ONU que investiga el crimen organizado y los poderes clandestinos. Ellos van a investigar el asesinato del abogado Rosenberg y esa es una buena noticia.
Comentario:
¿La guerra sucia continúa en Guatemala? Es importante que si eso está ocurriendo, otras voces hablen y que la comisión de derechos humanos investigue.
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