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Fundada a finales del siglo XIII por colonos alemanes de Sajonia desplazados por los reyes húngaros para defender y hacer más prósperos sus territorios, las calles empedradas de la ciudadela medieval suben empinadas entre casas desteñidas de colores vivos y estilo germánico, siempre vigiladas por el reinado majestuoso de la portentosa Torre del Reloj.
Camino de la cumbre, una placa en un casón sobrio de tono amarillento anuncia que allí vivió en el siglo XV el príncipe rumano Vlad Tepes, sanguinario luchador contra los turcos que inspiró el personaje de Drácula. Un restaurante que lleva el nombre de la novela de Bram Stoker ofrece helados y comidas dentro de la misma casa, y la silueta del celebérrimo príncipe de las tinieblas amenaza a los turistas por encima de la pizarra del menú.
Más arriba, los 174 escalones de madera de la Escalera de los Escolares, cubiertos por una larguísima estructura de madera, conducen a la cima de la ciudad, donde el colegio y el cementerio evangélico, el vigor y la plenitud de la juventud y la muerte, conviven sin estridencias sobre las vistas espléndidas de Sighisoara. Lo hace posible la admirable relación centroeuropea con la muerte, a la vez irreverente, cercana y respetuosa, que hace de los cementerios agradables parques y lugares de memoria y honor a los muertos, más de celebración jubilosa que de resignación y recogimiento. "Quien quiera que seas, ¡piensa que el sitio en el que has entrado es un cementerio!", recuerda amistosamente en alemán, húngaro y rumano un cartel en la verja del cementerio.
Detrás, sobre el césped verdísimo de primavera, cientos de lápidas con nombres y apellidos alemanes homenajean a profesores, médicos, abogados, alcaldes y algún húsar austrohúngaro caído en la I Guerra Mundial.
En los bancos, junto a los árboles y bajo los tejados inclinados de color rojo ennoblecidos por el paso del tiempo, las conversaciones apacibles, ya casi siempre en rumano, de ancianas de rostros duros y expresión serena despiertan la nostalgia de un pasado multiétnico próspero y amable, abruptamente interrumpido por el odio, la venganza y la ceguera.
Apenas unos seiscientos de los más de treinta mil habitantes de Sighisoara son herederos de los laboriosos colonos alemanes que levantaron la ciudad. Tres cuartos de la población es hoy rumana, y la húngara es la primera minoría.
La mayoría de sajones, que constituían más de la mitad de la población hasta la II Guerra Mundial, se marchó tras la derrota nazi, huyendo de la opresión y la miseria comunistas, vendida por Ceausescu a cambio de divisisas a la República Federal Alemana o emigrada también allí después de la Revolución de 1989.
La estupidez y la negligencia destruyeron un mundo virtuoso y pujante, que paradójicamente se revive mejor gracias a la miseria y la dejadez que trajeron.
Pocas fachadas lucen lustrosas en esta parte de la Transilvania. Mantienen los colores y quizá las mismas capas de pintura de décadas y las atracciones para turistas son estrictamente los paisajes y las piedras.
La larga noche del comunismo y los rigores de la transición parecen haber congelado el tiempo en Sighisoara, y sólo en los últimos años y todavía en una medida soportable las cámaras de fotos han comenzado a invadir la vieja ciudad de los sajones. El crepúsculo llena de misterio los callejones silenciosos, que parecen sacados de un videoclip de música gótica de los ochenta. Con la noche cayendo sobre la ciudadela, no es difícil imaginar la vida buena en aquel mundo destruido. Dos compañeros de gremio charlando junto a la iglesia católica y una muchacha sajona corriendo a casa para cenar.
Comentario:
Es una buena opción para vacacionar.
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