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lunes, 3 de agosto de 2009

Agricultores: en riesgo cosechas por falta de agua.


Noticia:


Es sábado por la mañana y Leonardo Acosta se encuentra a mitad de una de sus cinco hectáreas, con las matas enanas de maíz extendiéndose hasta la frontera del predio vecino, igualmente abatido. “¿Ve usted a ese hombre que va caminando? Así nos verá a todos: caminando para no hacer juicio en la casa, porque sin trabajo uno no tiene otra cosa qué hacer más que salir para no volverse loco”.

Acosta, de 56 años, avanza con sus pies calzados con botas tan agrietadas como la tierra de su parcela. Cruje el suelo con cada pisada suya, lenta como la crecida de sus cultivos. El rectángulo que conforma su patrimonio se extiende hasta una pequeña colina, tersa y uniforme. A esa hora luce un verde incandescente, como si la gracia del universo se hubiera concentrado ahí.

Durante la noche, las plantas aglutinan la humedad del aire y se yerguen mientras no las doblega el sol. La ilusión termina hacia mediodía, cuando se tornan amarillas y quedan abatidas sobre el suelo oscuro y sediento.

En Otates, los ejidatarios como Acosta se consumen en ansiedad. Llevan dos meses en espera de las lluvias de mayo. Para estas fechas, las plantas deberían tener poco más de metro y medio de altura, haciendo difícil atravesar los campos, con elotes a la vista, en vías de la cosecha de octubre. Pero el ritmo de la cuenta regresiva no se detiene, ni con él ni con el resto.

“Cada noche que me acuesto pienso qué haré mañana: la mujer qué necesita, el hijo qué necesita, yo qué necesito. Y pues, se me cierra el mundo. Le digo a mi mujer: cuécete unos frijoles mientras yo voy a la milpa a ver qué hago”, cuenta el ejidatario de su angustia.

Las cuentas no le salen a Acosta. En mayo invirtió 14 mil pesos en sus tierras, con dinero prestado. Esparció semillas y abono, y posterior a ello plaguicida. Las cinco hectáreas están limpias, sin maleza ni calamidades. Sin embargo, el atraso de las lluvias hará que les saque menos de dos toneladas a cada una y si la sequía se prolonga más, ni eso.

En estas condiciones, Procampo, el subsidio instrumentado para dotarlo de fortaleza agraria, apenas le sirve para comer lo indispensable, o como él mismo prefiere decir: para autoemplearse.

“Ese dinero nos sirve para seguir adelante trabajando la tierra. Yo compro mi harina, compro mi frijol, compro mis chiles, mis jitomates y me voy a dedicar a mi tierra, a trabajar, a cumplir con mi compromiso”, dice.

La teoría legal del programa dicta que los 4 mil 500 pesos que recibirá por este ciclo deben invertirse en la tierra, en algún proceso productivo. Que eso no ocurra, es ejemplo de vida campirana, compartida por más de 2.2 millones de individuos en condición semejante, y no capricho personal.

En este ejido del sur de Guanajuato, la vida es apremiante desde hace por lo menos una década. Sus más de 2 mil habitantes, campesinos todos, subsisten de las remesas enviadas por los hijos mayores, que emigraron hacia Estados Unidos. Es un sector que envejece pronto y que parece tener dictada la sentencia futura desde hoy.

“Ahorita es un verdadero vendedero de tierras, porque ya no es costeable sembrar”, dice Ernesto Acosta Ledesma, el presidente del Comisariado.

Poblado de adultos mayores y mujeres

Es el destino, agrega, de un poblado en el que predominan adultos mayores y mujeres solas. Cada hectárea se renta en 500 pesos anuales. Un propietario como Acosta, poseedor de cinco, puede obtener con ello 2 mil 500 pesos, más el Procampo, que entra como suyo en el acuerdo de alquiler.

“Ya son 8 mil pesos, y ya con 8 mil pesos, un matrimonio de edad, que ya no hace tantos gastos como los matrimonios jóvenes, puede subsistir durante el año”, explica el líder del ejido.

“Los jóvenes ya no quieren trabajar, amigo, en lo que es el campo. Y tienen toda la razón. Nosotros nos hemos hecho viejos aquí y no hemos salido de ningún apuro. Así que si yo me hago viejo y mis hijos no quieren la tierra, debo rentar y vender cuando ya no pueda caminar o mi esposa tenga un problema grave de enfermedad”.

El cabello de Ernesto Acosta está blanqueado por canas y su piel ajada de tanto andar bajo el sol. Luce mayor de lo que en verdad es, y como tal, piensa. Hace 10 años emigró hacia Estados Unidos, en busca de mayores ingresos para su familia. Ahora, la idea le resulta imposible. “¿Quién va a querer a un viejo? Uno ya sólo provoca asco”.

Es padre de dos hijos. El mayor, de 21, trabaja en una lechería del estado de Washington. Solía enviarles 300 o 500 dólares mensuales. La ayuda se redujo, no sólo por la crisis mundial, sino porque halló pareja y hoy divide el presupuesto. Al hijo menor lo tiene en la única preparatoria de la zona, que se encuentra en la cabecera municipal.

Acosta posee 10 hectáreas. La cuarta parte le pertenece. El resto es de sus tres hermanos, que se lo dejaron al emigrar ellos hacia el norte. “Cuatro familias no pueden vivir de 10 hectáreas, amigo, vivíamos en una miseria horrible”. Así que se las dejaron, a cambio de cuidar de la única hermana.

Para sembrarlas este año debió pedir prestado, como siempre. Le cobrarán al final de la temporada 1.8% de interés.

“Así que, amigo, ¿el Procampo para qué nos sirve?, pues nos sirve para abonarle a la deuda, que al final será de unos 40 mil pesos. Pero el día que me lo entreguen a mí, seguramente me verá llegar con un costal de harina, con una bolsa de jitomates, con frijol, con mandado ¿verdad? Porque, pues, amigo, no hay de otra forma”.

En este ejido entienden las reglas e intentan acatarlas. La ayuda de Procampo les será suministrada siempre y cuando mantengan sus tierras productivas, aunque ello sea un eufemismo.

Francisco Raso Mendoza tiene 63 años. Su figura es frágil, acabada por tantos años en el labrado de la tierra. Su padre le heredó tres hectáreas y con ellas, o con lo que logra sacarles, suele reunir algo del presupuesto familiar, que se complementa con la crianza de chivas, que vende en 500 pesos cada una cuando la situación se vuelve todavía más apremiante y no hay para comer.

Procampo sirve para comer

“Procampo nos lo estaban dando en mayo y entonces, nos servía mucho pa’ la siembra. Pero entonces, ahora Procampo nos lo están dando en julio y tocante a eso hay que comprar abonos, semillas, lo que se necesita para la tierra, pues nomás no: uno más bien lo usa ya para comer, para comprar unos sacos de harina y de frijol”, dice.

A Raso le corresponden poco menos de 4 mil pesos de Procampo por sus tres hectáreas, más de la mitad de lo que toma Rosario Cevallos, de 63 años, quien es dueño de siete hectáreas y por consiguiente recibe algo así como 900 pesos por cada una.

Este año cada saco de fertilizante lo obtuvo por 500 pesos. Se necesitan cinco por hectárea. Además de eso, compró siete costales de semilla, a mil 900 pesos la unidad, e invirtió otros mil 100 en plaguicida por hectárea. La inversión es difícil que la recupere con esta temporada de sequía, con la que acaso, estima, obtendrá unas dos toneladas o tonelada y media por hectárea, equivalentes a unos 2 mil 500 o 3 mil pesos.

Por eso ha dejado de sembrar durante siete años desde 1994, cuando la política agropecuaria cambió y dejó fuera los precios de garantía. Es una época, la anterior a ésta, que Cevallos extraña, como el resto de los campesinos y amigos suyos.

El desarrollo llegó tarde a Otates

“Antes, con un kilo de maíz me compraba mi refresco y mi pan, y ahora necesito como 10 kilos para comprarme lo mismo. Y con un costal le llenaba el tanque de gasolina a una troquilla viejita que tenía, pero ahora necesito casi media tonelada para hacer lo mismo. No pedimos que nos den más dinero, sino que nos alcen el precio del maíz, como estaba antes”.

La suerte de todos en Otates, parece estar echada. El desarrollo humano jamás les llegó con la velocidad requerida. Tienen poco con agua potable y luz eléctrica y conservan la misma primaria de siempre, con la adición de una telesecundaria. Quienes salen de la preparatoria, con carrera técnica, no encuentran empleo. Allí no existe otra fuente laboral más que la presidencia municipal.

Con 500 hectáreas consagradas al temporal, los días sin agua son un suplicio. La sequía es algo temible, porque significa la diferencia entre comer o no, entre vivir o morir. En un escenario así, Procampo adquiere su condición inobjetable de asistencia social y pierde todo sentido de inyectar dinero a la productividad. Es frágil la vida con tales niveles de zozobra.

“Hace 15 años mi hijo menor enfermó de bronconeumonía. Le pegaba el sol y se me ponía muy malo. Yo tuve que vender todo lo que tenía, menos mis tierras y usar lo que me dieron como primera ayuda para pagarle medicinas y doctor. Para eso sirvió aquello”, dice Leonardo Acosta mientras camina por la encogida orilla de la presa Blanca, el banco de agua que suministró al ejido durante un siglo y que hoy parece una charca.

“Yo quisiera a un funcionario de gobierno que viniera a ponerse mis zapatos una semana, para que lo que dicen por los medios de comunicación, de que estamos preparados para la crisis, vieran que no es así; cuáles preparados: ellos son los que están preparados. Y nosotros qué, ¿acaso no somos hijos de la nación?”.

Acosta detiene su marcha. Se hinca sobre el suelo y toma un terrón enorme, de tierra oscura. Lo parte por la mitad y luego cierra sus puños para desmoronarlo. “Esto es el campo mexicano”.

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