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lunes, 4 de mayo de 2009

"Ojalá no acabemos como los afganos".


Noticia:


"Huimos de los bombardeos del Ejército, no de los talibanes", repite Gusa Rilal. Suena increíble. Rilal es sij, una minoría minúscula entre los 170 millones de paquistaníes, el 95% de ellos musulmanes. Como el resto de las 70 familias que se han refugiado en el templo de Panja Sahib, en Hasanabdal, los Rilal proceden de Buner, a 100 kilómetros de Islamabad, donde los militares intentan desalojar a los talibanes desde el miércoles. Los informes dan cuenta al menos de 170 talibanes y un número indeterminado de civiles muertos. Más de 50.000 personas han abandonado su hogar.

La ofensiva militar se puso en marcha por la presión de EE UU, que teme un avance del integrismo en Pakistán. El presidente Asif Ali Zardari viaja a Washington este miércoles para entrevistarse con Barack Obama. Necesita el apoyo de la Casa Blanca y ésta la garantía del Gobierno de Islamabad de que controla la situación y de que las armas nucleares paquistaníes no caerán en manos de fanáticos como los talibanes.

Un poco más al oeste de Buner, en Orakzai, los extremistas están hostigando a los sijs y exigiéndoles que paguen un impuesto a los que no son musulmanes. "Hemos oído las noticias, pero no es nuestro caso", explica Rilal con el asentimiento de otros hombres que se han acercado a curiosear. "Los talibanes llevaban un mes en nuestra zona y nosotros no hemos tenido demasiados problemas con ellos", insiste este ingeniero que ahora comparte una habitación con los otros 14 miembros de su familia que le acompañaron.

"No sólo nos fuimos los sijs", interviene Suran Singh, "también nuestros vecinos musulmanes pensaron que era peligroso quedarse en los pueblos; los bombardeos nos hubieran pulverizado". Su reacción refleja la ambivalencia que las operaciones militares producen entre la población civil. Muchos temen más las intervenciones del Ejército que las imposiciones de los fanáticos islamistas. Y es que al no estar entrenados para combatir la insurgencia, los militares entran a saco con la artillería.

Singh es uno de los pocos hombres que tapan su pelo con el tradicional turbante naranja de los sijs. La mayoría lleva la cabeza descubierta y viste la camisola larga y el pantalón bombacho típicos de Pakistán, aunque a ninguno le falta la kara, una pulsera de acero que constituye uno de los cinco símbolos sijs. Si no fuera por los letreros en hindi y la libertad con la que las mujeres se mueven entre los hombres, podríamos estar en el patio de una casa pastún.

"Los pastunes siempre nos han respetado", apunta Rilal, "nos ayudan, vamos a sus casas en el Eid, nos invitan a sus bodas, y lo mismo hacemos nosotros". Aunque los sijs son parte de esta tierra desde mucho antes de la partición en 1947, la mayoría se fue cuando Pakistán se separó de India. Se estima que apenas quedan 20.000, la mayoría en la Provincia de la Frontera Noroccidental, donde siempre han vivido con gran discreción.

Todos coinciden. Lo que les llevó a coger a sus familias y salir corriendo con lo puesto fueron los bombardeos que se iniciaron en la noche del miércoles al jueves de la semana pasada. "Fue horrible. No pudimos dormir y los niños lloraban desconsolados", recuerda Kamal Lal. Quienes reaccionaron con rapidez tardaron cinco o seis horas en llegar al gurudwara, como se denomina el lugar de culto sij. Los que esperaron hasta el día siguiente se encontraron la carretera cortada, y el viaje se alargó hasta 30 horas. Ése fue el caso de Lal, un maestro preocupado por el daño que la interrupción de las clases tiene sobre los alumnos.

Los chavales, sin embargo, parecen encantados. A diferencia de los campos de refugiados, donde el polvo y el sol les dejan pocas alternativas de esparcimiento, el templo de Panja Sahib, uno de los tres más sagrados de los sijs, constituye un oasis. Muchos chapotean felices en el estanque ritual que, bajo la protección de la huella de la mano del guru Nanak, el fundador de este credo, ofrece curación para los males del cuerpo y el espíritu. Otros corretean despreocupados por el patio de mármol. Se trata además de un lugar familiar, al que suelen venir en sus festividades.

"Si hubiéramos ido a casa de parientes, les habríamos supuesto una carga. Éste es un lugar sagrado donde podemos sentirnos seguros y además hay infraestructuras", justifica Rilal.

Lo confirma uno de los guardianes del templo. "Disponemos de 300 habitaciones y suficiente agua", explica mientras muestra dos enormes cisternas. El agua es un elemento esencial en los rituales sijs. A las dos piscinas (al aire libre para los hombres, cubierta para las mujeres) se suma una tercera pileta (la única en la que está permitido el uso de jabón) para las abluciones y la limpieza de los enseres. Un puñado de mujeres se afana lavando la ropa que luego tienden por las barandillas.

La costumbre de reunirse para las fiestas religiosas en el gurudwara hace que la organización esté bastante rodada. Para la comida comunal, el responsable del centro durante los últimos 15 años, Harindar Singh, ha recibido 50.000 rupias (unos 500 euros) del Departamento de Bienes Religiosos, del que dependen también los templos sijs. "Nos han prometido que nos darán más cuando se nos acabe", asegura.

Las autoridades han expresado su solidaridad con las familias sijs afectadas por los combates. El presidente de la Property Trust Evacuee Board, Asif Hashmi, ha declarado que van a facilitar toda la cooperación y protección que necesiten tanto a ellos como al resto de las minorías. Ha insistido en que todos son paquistaníes. Y a pesar del sectarismo que sufre esta sociedad, los entrevistados aseguran no sentirse discriminados.

"Queremos paz, no sólo para nuestra minoría, sino para todo el mundo", señala Rilal. "Rezamos para que no acabemos como los afganos y podamos regresar pronto a nuestras casas", añade Singh. Atrás han quedado sus propiedades, campos con la cosecha sin recoger, tractores... "Lo importante es que hemos salvado nuestras vidas", concluye Parvin Kumar, supervisor de un proyecto de desarrollo local. Una de las pocas veces que han logrado comunicar por teléfono con uno de los vecinos que se quedaron atrás les ha descrito la situación como "un infierno".

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