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domingo, 15 de marzo de 2009

El Reino Unido y la tortura.


Crónica-Opinión.

El País de España.


La próxima semana, el ministro de Exteriores del Reino Unido presentará el informe anual del Foreign Office (el Ministerio de Exteriores) sobre las violaciones de los derechos humanos en todo el mundo. Para cualquiera que se preocupe por el Reino Unido y por los derechos humanos, será difícil no preguntar sobre la implicación del propio Gobierno británico en un caso de tortura.

Las pruebas, en la medida en que nos han dejado verlas, sugieren cuatro cosas. En primer lugar, Binyam Mohamed, residente británico que viajaba con un pasaporte británico manipulado, estuvo preso sin juicio durante casi siete años, a instancias de las autoridades estadounidenses, en prisiones de Pakistán, Marruecos, Afganistán y la bahía de Guantánamo, y durante parte de ese tiempo sufrió torturas. En segundo lugar, hubo funcionarios de los servicios de seguridad británicos que participaron de forma directa en los interrogatorios de Mohamed en Pakistán y después contribuyeron con preguntas que la CIA transmitió a sus torturadores marroquíes. Tercero, todavía el año pasado, funcionarios británicos y estadounidenses colaboraron para aplazar, e incluso impedir, que se entregaran a tiempo a los abogados defensores de Mohamed unos documentos que probaban los malos tratos, justo cuando el Gobierno de Bush se disponía a juzgarle ante una supuesta comisión militar por unos cargos que, de confirmarse, podían suponer la pena de muerte. En cuarto lugar, el Gobierno británico se resiste aún hoy a iniciar la investigación criminal, supervisada por el director de la Fiscalía Pública, que sería la única respuesta apropiada a una sucesión de acontecimientos y una serie de acusaciones documentadas tan graves. Es decir, éstos son los cargos, en resumen: torturas autorizadas por Estados Unidos, complicidad británica, intento de estadounidenses y británicos de ocultar las pruebas, y ahora, la previsible tentación de encubrir todo el asunto.

La mayor parte de esta historia se conoce, no de oídas ni por un trabajo periodístico, sino por la paciente labor de varios abogados y jueces británicos, escrupulosamente documentada en los prolijos expedientes y la prosa solemne del Tribunal Supremo. No es una lectura agradable, pero la autoridad es innegable y los detalles son fascinantes.

Examinemos los cuatro puntos uno por uno. Reto a cualquiera a que lea el relato que hace Binyam Mohamed de cómo un torturador marroquí le cortó repetidamente el pene con un escalpelo y no sienta una ligera náusea. "Pero es su palabra contra la de los demás", podría decir un escéptico implacable. Sin embargo, incluso en las actas judiciales que están a disposición del público se ven claros indicios de que los agentes de seguridad británicos y estadounidenses se hacían pocas ilusiones sobre el trato que estaba recibiendo desde el principio desde Pakistán, y de que el asunto está todavía más claro en actas y testimonios que todavía permanecen secretos. Para pensar que el trato sufrido por Mohamed durante estos siete años es absolutamente indignante y vergonzoso, no hace falta creer que él es inocente. Da la impresión de que era un joven bastante confuso, que se dejó arrastrar por alguna variante del islamismo. Igual que los autores de los atentados de Londres. Si nos guiamos por la decisión del Tribunal Supremo, debemos incluir su opinión de que Mohamed era "una posible amenaza grave contra la seguridad nacional del Reino Unido". Pero eso, según ha dicho en repetidas ocasiones el Gobierno británico, no justifica la tortura. Siglos de derecho consuetudinario y las obligaciones internacionales que hemos asumido en los últimos tiempos coinciden en ello: la tortura no está justificada nunca. Nunca.

La firme sensación de que el Reino Unido fue cómplice de la tortura de Mohamed procede, sobre todo, del testimonio de un agente del Servicio de Seguridad británico (MI5) identificado solamente como "Testigo B", que entrevistó a Mohamed -en lo que el Testigo B califica, de forma surrealista, como "circunstancias muy cordiales"- en Pakistán unas cinco semanas después de que fuera detenido, en la primavera de 2002. El Tribunal Supremo ha llegado a la conclusión de que él y otros miembros del MI5, "incluidas personas con más autoridad que el Testigo B", debieron de leer informes (todavía secretos) sobre las circunstancias del encarcelamiento ilegal y los malos tratos sufridos por Mohamed en Pakistán. Fuera o no el Testigo B quien pronunció la amenazadora afirmación -digna del gran dramaturgo británico de la amenaza, Harold Pinter- de que Mohamed nunca más volvería a necesitar azúcar para el té "donde iba a estar" (el Testigo B lo niega), el Tribunal Supremo concluye que el MI5 siguió "facilitando" entrevistas por parte y en nombre de Estados Unidos, plenamente consciente de que a Mohamed se le estaba interrogando en un tercer país.

El artículo 4.1. del Convenio de Naciones Unidas contra la Tortura, de 1984, establece que todos los Estados firmantes velarán por que todos los actos de tortura constituyan delitos conforme a su legislación penal y que "lo mismo se aplicará... a todo acto de cualquier persona que constituye complicidad o participación en la tortura". ¿No fue éste un caso de complicidad?

Además, el Gobierno británico ocultó información que podría haber permitido a Mohamed alegar en su defensa, ante la Comisión Militar estadounidense, que si había confesado había sido bajo coacción. El Tribunal Supremo se muestra elocuente al respecto y cita un fallo de derecho consuetudinario inglés, de 1783, según el cual "una confesión extraída por la fuerza, mediante el halago de la esperanza o la tortura del miedo, es tan cuestionable cuando se tiene en cuenta como prueba de culpabilidad que no debe dársele ningún crédito y, por tanto, debe rechazarse". Como hemos visto, el ministro de Exteriores dijo que en el caso de Mohamed no era posible ofrecerle el único instrumento disponible para obtener esa antigua forma de reparación porque sería una amenaza contra la seguridad nacional. Después dijo que había una parte de esta información que no podía hacerse pública porque el Gobierno de Estados Unidos había asegurado que con ello se pondría en peligro el traspaso de informaciones entre británicos y estadounidenses, el meollo sagrado de la supuesta relación especial del Reino Unido con Washington. Luego se supo que el Foreign Office había pedido al Gobierno estadounidense que dijera eso.

El pasado mes de octubre, el ministro del Interior entregó todos los documentos de las vistas judiciales, abiertas y cerradas, a la fiscal general. Si ella creía que podía haber razones para procesar al Testigo B, o cualquier otra persona, debía comenzar una investigación criminal por su cuenta o confiarla al director de la Fiscalía Pública. Han transcurrido más de cuatro meses, y no ha pasado nada. ¿Por qué? A lo mejor ha estado ocupada. Pero no hay duda de que, en el sistema británico, sigue existiendo ese conflicto latente de intereses que el Tribunal Supremo resume así, en su prosa solemne: "El fiscal general pertenece al Gobierno de la Corona y es, por tanto, miembro del brazo ejecutivo del Estado, a cuyos funcionarios se acusa de haber facilitado un trato cruel, inhumano o degradante e incluso la tortura".

Más aún, el Testigo B ha declarado bajo juramento que sus acciones fueron autorizadas por "los directivos" y consideradas propias y adecuadas "por lo que respecta al Servicio de Seguridad y, creo, al Gobierno". El Gobierno del que es miembro la fiscal general. Aunque el Testigo B esté dispuesto a ser el chivo expiatorio (y no parece que lo esté), cualquier investigación criminal seria tendría que examinar la cadena de mando, que seguramente llegó, a través de los responsables del MI5, hasta el entonces presidente del Comité Conjunto de Inteligencia, John Scarlett -hoy jefe del servicio exterior de inteligencia, el MI6-, y quizá más arriba todavía, hasta el entonces primer ministro Tony Blair.

En estas circunstancias, y dado todo lo que ya ha dado a conocer el Tribunal Supremo, cualquier decisión que no sea confiar este asunto al director de la Fiscalía Pública se interpretará inevitablemente como un encubrimiento político. Hasta que no lleguemos al fondo de este oscuro pozo, con la linterna sin restricciones de la ley, habrá que tomar cualquier lección que el Gobierno británico pretenda dar a otros sobre el respeto de los derechos humanos como un ejemplo de repugnante hipocresía.


Comentario:

Es mucho lo que tiene que aclarar el gobierno británico sobre el asunto de la tortura.

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