Reportaje:
El País de España.
Las pesadillas no nacen en un momento preciso; se van espesando en la telaraña de los sueños hasta que cobran forma y amargan los despertares. La pesadilla de ETA ha cumplido cincuenta años, y durante su existencia alucinada y sin freno se ha llevado por delante la vida de casi novecientas personas, ha sumergido en el miedo la existencia de varios miles más, ha narcotizado la conciencia de otras decenas de millares de vascos y, como cierre provisional del balance, ha envenenado la convivencia en Euskadi y en España hasta extremos difíciles de concebir.
Medio siglo después, la criatura engendrada en ese mal sueño se encuentra debilitada, más exhausta y aislada que nunca. Sobrevive ajena al tiempo y al mundo circundantes, como una reliquia sangrienta en la Europa de otra época en la que la disposición a matar o morir por la patria o la revolución estuvo bastante extendida; obstinada en ser el último y paradójico residuo del franquismo en el que surgió. Pero, pese a todo, continúa dispuesta a seguir cumpliendo su determinación de aterrorizar, de perpetuarse causando dolor en nombre de un pueblo vasco que no existe más que en su imaginación, de una sociedad que mayoritariamente se muestra hastiada y aburrida de sus pretendidos liberadores. Y así hasta que alguien, desde su seno, tenga la sensatez de darle fin. De "cerrar la persiana", como propugna desde la cárcel, más interesada que piadosamente, el abogado Txema Matanzas Gorostiaga, otrora mantenedor de la moral y la obediencia debidas entre los reclusos de la organización terrorista.
Matanzas, al igual que gran parte de sus actuales integrantes, no se había asomado al mundo cuando un pequeño grupo de estudiantes nacionalistas crearon a principios de los años cincuenta el grupo EKIN (acometer) y, tras romper en 1958 con sus mayores del PNV, a quienes acusaban de asistir cruzados de brazos a la "destrucción de la patria vasca", constituyeron Euskadi ta Askatasuna (ETA, Euskadi y libertad). El momento exacto del nacimiento sigue en discusión. Se sabe que el nombre se decidió en diciembre de ese año y que se prefirió al de Aberria ta Askatasuna (patria y libertad) porque el buen gusto del futuro escritor y académico José Luis Álvarez Emparanza, Txillardegi, uno de los conjurados, no podía tolerar una denominación abreviada, ATA, que en euskera significa pato. Se conoce también, aunque con brumas, que la reunión constitutiva se celebró el 31 de julio del año siguiente, fecha nada casual por ser la festividad de san Ignacio de Loyola y el día elegido por Sabino Arana para fundar en 1895 el PNV.
Seguramente, sus fundadores no podían imaginar que la organización puesta en marcha para sacudir el viejo nacionalismo y salvar a una Euskadi mitificada de una opresión española que sólo el franquismo hacía verosímil derivaría, apenas dos décadas más tarde, en una "hidra sangrienta" capaz de amenazar la democracia y la libertad apenas recobradas. Con esas dos palabras definió a ETA Dolores González Katarain, Yoyes, en 1985, un año antes de que el monstruo la asesinara en presencia de su hijo, porque no podía consentir que la vuelta a casa de esta dirigente refutara la predicada necesidad de seguir atados a la espiral de la muerte. Una rueda que tardó casi una década en dar ese primer giro, al que conducían fatalmente el activismo mesiánico de aquellos jóvenes y las corrientes de la época -Mayo del 68, movimientos de liberación nacional, crisis de la izquierda histórica-. En una misma fecha, el 7 de junio de 1968, y en la misma secuencia, en el corazón de Guipúzcoa, ETA causó su primera víctima mortal, el guardia civil de tráfico José Pardines, y tuvo su primer mártir en la persona de su asesino, el joven Xabi Etxebarrieta.
Bihar ere, berriro ere, beste bat hilko dute (mañana, de nuevo, matarán a otro), cantó más tarde Imanol en su recuerdo. Se refería el fallecido cantautor vasco a la policía franquista, sin sospechar que su estribillo podría describir con tono exacto el futuro discurrir de una organización que llegaría a expulsarle de su tierra, como a tantos otros. Esa primavera saltó la chispa que activó una dinámica imparable de más muertos por ambas partes, detenciones y abusos policiales, juicio de Burgos, fusilamientos de 1975... Una cadena de conmociones que disolvió en el País Vasco la vigencia social del quinto mandamiento y dio a aquellos jóvenes aguerridos el aura de resistentes a un régimen igualmente violento. La puesta en contacto de una fe absoluta en la capacidad resolutiva de la violencia con unas aspiraciones ultranacionalistas para Euskal Herria sostenidas por encima del principio de realidad y de la propia voluntad de los vascos convirtieron la organización en un mecanismo diabólico, desprovisto de interruptor capaz de desconectarlo, como ha señalado Kepa Aulestia.
Ni la amnistía de 1977 ni la democracia ni la consecución del autogobierno movieron a ETA a revisar su práctica y sus postulados; al contrario, nunca mató tanto como el año en que el País Vasco estrenó su Estatuto de Autonomía (98 asesinatos en 1980). Tampoco lo ha hecho con la entrada de España en la Unión Europea, que comenzó a recortar el crédito exterior arrastrado del franquismo y su hasta entonces confortable retaguardia en el sur de Francia, ni con la caída del muro de Berlín, que la despojó de su barniz socialista, o con la sacudida del 11-S, que ha estigmatizado en todo el mundo la etiqueta del terrorismo. ETA se convirtió hacia 1976 en un fin en sí mismo, en un ente cerrado y autorreferencial alrededor del cual se configuró una sociedad aparte -la cambiante constelación de organizaciones del llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco (MLNV)-, que sigue, ampara y da culto al tótem. Incluso cuando éste conduce a su expresión política -Herri Batasuna, Euskal Herritarrok, Batasuna; la disposición a cambiar de nombre denota su carácter supletorio- al ostracismo de la ilegalidad. A verse expulsada del paraíso de unas instituciones que en el pasado despreció porque podía disfrutarlas. A perder el dominio de las calles de Euskadi, amordazadas hasta anteayer por su imaginería y la intimidación de sus alevines de la kale borroka. A dejar de conmover al nacionalismo vasco institucional, siempre sensible al victimismo y las insidias de sus hijastros. A recibir, a la postre, la contundente bofetada de la última instancia a la que se había encomendado: la disolución de Batasuna era "una necesidad social imperiosa" por su vinculación a una organización terrorista, ha terminado sentenciando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Después de 50 años, 856 asesinatos, 200 víctimas propias, miles de heridos y de presos; después de una insondable contabilidad de dolor y miedo, ETA y su mundo han llegado a la soledad más extrema, a la ausencia total de expectativas. Lo ha hecho a base de desperdiciar ocasiones de poner un fin honorable a su nada gloriosa trayectoria. Quizá, por no parecerse a sus émulos de ETA político-militar, que, tras adelantarse en explorar todos los resortes del terror, se disolvieron en 1981, sin más compensación que la salida de sus presos y el regreso de los refugiados. Pero, sin duda, por la inercia invencible de la lucha armada, que con ETA militar cobró naturaleza fundacional, convirtiéndose en el fin supremo. Esta mutación explica el fracaso de todos los intentos negociados de darle una salida, porque "nunca ha encontrado el punto medio entre sus reivindicaciones y lo que podía ofrecer el Estado", apunta el abogado Txema Montero, que abandonó Herri Batasuna tras la matanza de Hipercor en 1987.
La paradoja a la que ha llegado ETA es que tiene voluntad y capacidad para seguir matando, pero ninguna esperanza en alcanzar sus metas o dar una utilidad política a su trayectoria criminal. El último tren para un fin dialogado lo perdió hace dos años con el atentado contra la T-4 de Barajas, al volar el proceso de paz abierto con el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Como siempre, porque no se le concedió lo imposible, esa Euskal Herria autodeterminada según lo que ella ha determinado previamente; pero, en el fondo, por la inercia del mecanismo. Antes había dejado pasar el expreso de Argel (1988-1989) y el rápido de Lizarra (1998), donde la obcecación de ETA quedó en evidencia ante el espejo siempre buscado de Irlanda del Norte. Sin embargo, el principio de su fin comenzó a escribirse a mediados de los noventa, cuando sus estrategas decidieron dar el salto de "socializar el sufrimiento" más allá de sus objetivos tradicionales -guardias civiles, policías y militares-, y comenzó a asesinar a dirigentes políticos, concejales, jueces, periodistas, y a amenazar, en general, a quien viera como un obstáculo para sus designios.
La crueldad inconcebible del secuestro del concejal Miguel Ángel Blanco, al igual que el atroz cautiverio de Ortega Lara y el trabajo esbirro de Herri Batasuna en las contramanifestaciones donde gritaba: "Aldaia, paga y calla", en respuesta a la reclamación de libertad para el empresario secuestrado, activó una intensa repulsa ciudadana, que dio alas a la respuesta judicial, impulsada por el juez Garzón, contra todas las organizaciones tuteladas por ETA. Dar el salto a un terrorismo de limpieza ideológica que ponía en riesgo los propios cimientos de la democracia en el País Vasco fue, quizá, la consecuencia lógica de aquella deriva. Sin embargo, constituyó el mayor error estratégico de la organización, por cuanto obligó al Estado a poner en juego todos los instrumentos a su alcance, sin caer en el error criminal que en los ochenta significaron los GAL, que tanto alimentaron el victimismo de la banda. La firmeza constante aplicada en todos los ámbitos de la lucha antiterrorista y la colaboración internacional han achicado al máximo el campo de maniobra de ETA y su mundo, y han conducido a que hasta los más irreductibles admitan la evidencia de que la derrota policial es más que posible. Lo indica la secuencia acelerada de sustitución de las cúpulas de sus aparatos, a causa de la presión policial, y las crecientes dificultades para llevar a la práctica las ofensivas diseñadas sobre el papel. Pero, más que cualquier otra cosa, lo demuestra la hastiada indiferencia de la mayoría de la sociedad vasca a las propuestas, lamentos y penas de quienes todavía ven compatible política y pistolas, y la presencia protagonista de las víctimas. La visibilidad actual de éstas, cuando la conmoción causada por un asesinato se multiplica por su espaciamiento en el tiempo, representa un tardío resarcimiento por su ocultación pasada, cuando los terroristas mataban por decenas y sus biografías interesaban más que las de sus víctimas.
Sin embargo, casi nadie de los que conocen la teología de ETA, como el periodista Florencio Domínguez, confía en que alguien, desde dentro, tenga la suficiente clarividencia y capacidad para trabar los engranajes de la violencia, de la lucha armada convertida en único principio y razón de la criatura. Al igual que Txema Montero, Domínguez valora como más factible un acabamiento por implosión, en un tiempo impreciso, antes que un final "por reflexión", similar al que protagonizaron los polimilis o el IRA. Los ejemplos de ex jefes como Txelis (José Luis Álvarez Santacristina), Pakito (Francisco Arakama Mendia), ahora de Txema Matanzas, parecen indicar que únicamente cuando el activismo remansa en la cárcel se descubre la inviabilidad de la empresa criminal en la que estuvieron embarcados. La naturaleza amarga de la pesadilla que han mantenido y alimentado.
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