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El recibimiento en Yenín, Hebrón o Nablus es idéntico. Vehículos de las fuerzas de seguridad palestinas y agentes bien armados vigilan las entradas de las ciudades. En zocos, rotondas y edificios oficiales policías hacen guardia. ¿Dónde están los carteles de los mártires caídos en la lucha contra Israel que antes empapelaban las paredes de cualquier calle? Casi desaparecidos. ¿Y los delincuentes que se pavoneaban fusil en ristre? Apaciguados. Sólo los uniformados portan armas. ¿Y las banderas de Hamás y de Yihad Islámica? Escondidas. Sólo se ven las de otros partidos. El primer ministro, Salam Fayad, y el presidente, Mahmud Abbas, han lavado la cara a Cisjordania.
Casi todos los palestinos coinciden. La policía civil, a cargo de combatir la delincuencia, ejecuta su misión a gusto de todos. El robo de vehículos se ha desplomado y los críos van solos al colegio. No hay matones con gafas oscuras. Las fuerzas de seguridad que entrena en Jordania el general estadounidense Keith Dayton tienen otro cometido: reprimir con saña a Hamás. Es una apuesta de riesgo. Si no se alcanza en el futuro un acuerdo político con Israel, esos soldados pueden volver sus armas contra sus patronos e Israel. Ya ha sucedido. Uno de sus instructores occidentales explicaba a este diario: "Les decimos que su misión es proteger la seguridad de Israel. Les cuesta admitirlo. Pero lo hacen". Los palestinos lo saben. Mil islamistas han sido encarcelados por la Autoridad Palestina. Las ONG denuncian que una decena han muerto torturados. El acoso contra los fundamentalistas se acentúa.
Los ataques contra israelíes desde Cisjordania brillan por su ausencia o inocuidad. Los generales israelíes declaran su satisfacción por el desempeño de sus colegas palestinos. Aunque ello tenga un precio. "Nos ven como colaboracionistas de Israel", admitía un oficial en Yenín. ¿Dónde está la gente que en 2006 otorgó el triunfo a Hamás en las elecciones? Casi nadie confiesa su simpatía por los islamistas. Hay miedo. La persecución es dura. Para otros hay recompensa.
El Gobierno israelí, presionado por Washington, ha relajado últimamente el régimen desesperante de los controles militares. Antes los coches tenían prohibido el paso en el control de Hawara, al sur de Nablus, el más estricto hasta hace dos meses. Ahora lo atraviesan sin apenas revisión. Se ha abierto una carretera en Hebrón cerrada para los palestinos durante ocho años, y el cruce de Allenby, en la frontera con Jordania, abre más horas cada día. Es sólo una ligera mejoría, porque en decenas de pueblos las salidas a las carreteras siguen selladas y las colas de coches de matrícula palestina -los israelíes disponen de un carril para no detenerse- siguen siendo largas. Con todo, comerciantes y ciudadanos agradecen el alivio.
Basil Dar Mohamed vende electrodomésticos en el pueblo de Hawara: "Ahora voy a Nablus, a 10 kilómetros, dos veces al día sin dar un rodeo de 38 kilómetros. Puedo ir a Hebrón sin que me paren. Aunque los soldados israelíes siguen montando controles en un minuto. Las fuerzas de seguridad palestinas trabajan bien, pero cada semana los colonos judíos queman campos, y entonces los militares israelíes cierran la zona y se acabó el negocio". Es sólo el comienzo. En Yenín y Ramala acaban de abrirse lujosos centros comerciales. "Todo lo que se necesita para una casa se puede encontrar aquí", dice orgulloso Ziad Turabi, gerente del Herbawi Mall de Yenín. En Nablus se ha estrenado un cine, y en Yenín se abrirá otro en noviembre. La economía de Cisjordania revive. Suavemente. El Fondo Monetario Internacional pronostica un crecimiento del PIB este año del 7%. Tan hundida estaba que el repunte tampoco es un milagro.
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