Reportaje:
El País de España.
El presidente boliviano, Evo Morales, ha vuelto a agitar el avispero boliviano con un decreto que abre la puerta a las autonomías indígenas. Para algunos es una jugada electoral para asegurarse la reelección, para otros sólo un disparate y para los demás un acto de justicia histórica. Para el Gobierno de Evo Morales, el proceso autonómico está destinado a "romper el monopolio del poder político de las elites, especialmente de las tierras bajas [el este rico en petróleo y gas: Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija] y complementar la lucha por los territorios indígenas, que representa la ruptura del monopolio del poder económico", en palabras del ministro de Autonomía, Carlos Romero, impulsor del decreto.
"Es la expulsión de las estructuras del colonialismo interno, la ruptura del poder económico, del poder político y la ruptura del poder cultural", dice Romero. "Declaramos la autonomía indígena para romper definitivamente las cadenas de sumisión hacia los poderes políticos, culturales y coloniales". Morales se ha adelantado medio año a la fecha prevista para sacar adelante el decreto de autonomía, que se esperaba cerca del 6 de diciembre, la fecha de las elecciones generales en las que el presidente espera obtener un segundo mandato.
La autonomía indígena y campesina es el hito que culmina la lucha por la inclusión que comenzaron los pueblos del norte y el oriente de Bolivia en 1992, cuando ascendieron desde los llanos a las cumbres andinas en una dramática caminata. Se consideró el despertar de las mayorías indígenas que habían permanecido hasta entonces, con esporádicas rebeliones, resignadas a vivir ajenas a los beneficios económicos del Estado. Seis de cada 10 bolivianos son pobres y los campesinos han tenido un salario medio anual jamás superior a los 50 euros en la última década del siglo XX.
El deterioro en la vida rural del altiplano es producto también del minifundio, el imperativo de heredar la propiedad de labranza sobre la creencia de que la pertenencia a un territorio reafirma la identidad y consolida la existencia de los pueblos atados a la Pachamama, a la Madre Tierra.
La nueva Constitución, aprobada a comienzos de año, reconoce cuatro niveles autonómicos: regional, provincial, municipal e indígena. Dice el artículo 290: la autonomía indígena "es la expresión del derecho al autogobierno como ejercicio de la autodeterminación de las naciones y los pueblos indígenas originarios y las comunidades campesinas, cuya población comparte territorio, cultura, lenguas, organizaciones e instituciones jurídicas, políticas, sociales y económicas propias".
Las comunidades indígenas tendrán una veintena de competencias exclusivas, referidas fundamentalmente a "formas propias de desarrollo económico, social, cultural de acuerdo con su identidad y visión", además de la atención a la infraestructura vial, servicios de educación y salud (agua, luz y alcantarillado).
Para financiar a las autonomías, el Estado apoyará con recursos económicos, independientemente de los ingresos que generen por actividades mineras, por ejemplo. Además, Carlos Dabdoub, secretario de Autonomía de la gobernación de Santa Cruz, señaló que los pueblos indígenas estarán exentos de pagar impuestos por sus tierras.
Los indígenas podrán formar mancomunidades que acaben por modificar la actual división territorial del país, especialmente en el sur. Bolivia está dividida en nueve provincias y 327 municipios. De estos últimos, unos 180 pueden ser declarados municipios autónomos indígenas, según el autor de la ley de Participación Popular, Carlos Hugo Molina. "La autonomía indígena tiene más competencias y más atribuciones que la autonomía provincial; tiene la gestión del territorio, la propiedad de recursos naturales, la aplicación de normas consuetudinarias y tiene un germen de formación de nuevos estados a partir de formas de autodeterminación", explica el jurista.
Los pueblos originarios son 36, con poblaciones que van entre los tres millones de quechuas y aymarás, y otras 34, agrupadas en 10 familias lingüísticas, en las que prevalece la tupiguaraní. Algunas de estas etnias tienen menos de cien miembros (el caso de los araona) y otras pueden superar los 60.000 (los chiquitanos). La propiedad de la tierra implica la tenencia y usufructo de los recursos naturales renovables, pero también el derecho de veto a la explotación de los no renovables -hidrocarburos y minería-.
En los últimos meses, miembros de comunidades indígenas han ocupado al menos una veintena de explotaciones mineras concedidas por el Estado. Han confiscado la maquinaria y otros bienes y han expulsado a los trabajadores en protesta por la presencia de inversionistas extranjeros o locales pero de origen criollo. También han decidido asumir la explotación minera ante la pasividad de las autoridades. La misma situación se ha dado en explotaciones privadas agrícolas e industriales asentadas en terrenos reclamados por los indígenas. Los propietarios fueron expulsados y confiscados sus bienes, recursos, animales y maquinaria.
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