Reportaje:
El País de España.
Pocos líderes de la socialdemocracia europea, y aun de entre los conservadores del Viejo Continente, discreparán del análisis que Barack Obama ofreció el miércoles pasado en Washington. La crisis que azota el mundo desde el verano de 2007 no es resultado de un fallo del capitalismo en sí, según explicó el presidente norteamericano, sino el producto de una cascada de errores humanos, de oportunidades perdidas y de una cierta cultura de la irresponsabilidad que resulta ahora de todo punto inaceptable.
Pero también pocos de entre ellos, por no decir ninguno, aceptarían el corolario que se deriva de sus palabras: que la notable derrota que los socialistas de todo el continente hubieron de encajar en las recientes elecciones al Parlamento Europeo, y que amenaza con su extinción política como alternativa a corto plazo, no es sólo el fruto de su manifiesta impotencia para articular un programa ante la crisis; también, ciertamente, de la percepción de los ciudadanos de que la izquierda asumió durante los años de boom y excesos, en parte por molicie y en parte por conveniencia, el discurso que viene ahora en denunciar Obama.
Las palabras del presidente norteamericano enmarcaron la presentación de la mayor reforma del sistema financiero de EE UU desde la Gran Depresión. Y cuando, sin citar a nadie por su nombre, Obama atribuyó las culpas del desastre a personas concretas antes que a entes abstractos o la fatalidad del destino, cuyos vagos perfiles suelen convenir a los gobernantes más desvergonzados con la historia, nadie en Washington dejó de pensar en dos hombres: el anterior presidente, George W. Bush, y el antiguo jefe del banco central, Alan Greenspan.
Conviene quizá por tanto recordar ahora que también en 1929 cinco hombres, cuyas decisiones fueron clave entre 1920 y 1933, contribuyeron probablemente más que nadie a arruinar el mundo en aquella ocasión: los banqueros centrales de Estados Unidos (Benjamin Strong), Reino Unido (Montagu Norman), Francia (Émile Moreau) y Alemania (Hjalmar Schacht) a los que hay que sumar el presidente Herbert Hoo-ver, que elevó la inactividad a la categoría de arte en política. Debo esta idea a un libro de reciente aparición en EE UU (Lords of Finance. The bankers that broke the World, de Liaquat Ahamed) cuya tesis central, sin ser estrictamente una novedad, resulta lo suficientemente interesante para merecer cierta atención precisamente este año que tantos paralelismos, atinados o exagerados, está dibujando con 1929.
El libro relata con detalle la fe en el dogma del patrón-oro de todos ellos, sus desvaríos sobre el funcionamiento real de la economía (que hoy provocarían hilaridad entre los estudiantes de primer curso de cualquier universidad), su triste falibilidad, que es la del ser humano, y finalmente las terribles consecuencias que sus erradas decisiones infligieron a la mayoría de sus conciudadanos.
Más allá de las disquisiciones sobre si la crisis actual es o será igual, menor o mayor que la que asoló el mundo a partir de 1929, creo que ése constituye el principal paralelismo que con seguridad se puede trazar ya entre ambos eventos, y que Obama vino a subrayar el otro día: un grupo reducido de altos cargos y sus políticas ocasionaron y eventualmente agravaron dos cataclismos como los de 1929 y 2007-2008.
La mayoría de especialistas coincide ahora, efectivamente, en que el derrumbe de Lehman Brothers en septiembre del año pasado puso durante unas semanas al sistema financiero mundial al borde del colapso. La caída del venerable banco de inversión fue en realidad el último, o fue el penúltimo como se verá luego, de una serie de errores que los responsables políticos y monetarios de Estados Unidos habían comenzado a cometer a partir del año 2000 y que se multiplicaron tras los atentados del 11 de septiembre del año siguiente. Algunos de ellos fueron técnicos, o al menos fueron técnicos para la generalidad de los ciudadanos, como la decisión de situar el precio del dinero a un nivel extraordinariamente bajo durante un periodo extraordinariamente prolongado. Otros, sin embargo, fueron políticos. Y entre ellos destaca la decisión de no mirar a fondo (o no mirar en absoluto) a qué se dedicaban los bancos de inversión.
El responsable de la política monetaria durante aquellos años fue Alan Greenspan. El de todo lo demás, George Bush. Naturalmente, Bush nunca decidió qué normas de contabilidad había que aprobar, cuáles derogar o cuáles otras modificar. Bush, como he escrito en un artículo reciente, simplemente encarnó la figura política necesaria, como presidente de la primera potencia mundial, que otorgó legitimidad y discurso a todas aquellas prácticas. Bush, en breve, las bendijo.
La mayoría de economistas coincide pues en que las causas del desastre actual se reducen a dos: demasiados años de desregulación interesada de los mercados por parte de los hombres de Bush y especulación alimentada por el crédito barato de Greenspan. Muchos de esos economistas creen, por tanto, que Bush, Greenspan y los neocon, por tomar prestado el título del libro de Ahamed, arruinaron el mundo a finales de 2008. Para mayor escarnio, es probable que cuando acabó su mandato, el presidente Bush no supiese mucha más economía que cuando llegó a la Casa Blanca ocho años antes. Y es muy probable también que cuando llegó a la Casa Blanca ocho antes no supiese nada en absoluto.
El último gran error (de momento) de esta desgraciada sucesión de acontecimientos se produjo en las semanas posteriores al derrumbe de Lehman, cuando las vacilaciones, la indecisión y, de nuevo, el desconocimiento profundo de lo que estaba sucediendo llevó a lo que quedaba de la Administración Bush a agravar aún más si cabe la situación, según establece convincentemente otro librito aparecido hace apenas dos meses (Getting off track, de John B. Taylor, Hoover Institution Press). Taylor retrotrae esta incomprensión profunda al momento del primer fogonazo de la crisis en agosto de 2007, lo que provocó que durante más de un año se ensayasen una tras otra recetas perfectamente inútiles que no hicieron más que agravar el estado de los mercados y la economía en general. Otro tanto podría predicarse con similar certidumbre del Banco Central Europeo.
¿Cabe extrañarse pues de que la desconfianza de los ciudadanos de todo el mundo en sus gobernantes haya sufrido un grave retroceso? El último Eurobarómetro muestra un desplome de la confianza en todas las instituciones, especialmente la del Banco Central Europeo, pero también en otras, como la Comisión Europea, lo que demuestra que los ciudadanos esperan de sus gobernantes lo que éstos no han sabido proporcionales desde el estallido de esta crisis: esencialmente, protección frente a la inmensa destrucción de riqueza que ha golpeado a los europeos de todos los niveles sociales y a las terribles consecuencias de una exclusión social creciente que amenaza con diezmar a las clases medias y abocar a la miseria a las más modestas; y esencialmente también, confianza. La socialdemocracia europea necesita por ello repensar con urgencia su tarea y las herramientas con las que culminarla con éxito, so pena de ver el continente arrastrado por una deriva populista que la excluya del mapa político.
Siendo general en toda Europa la pérdida de confianza en los Gobiernos, en ningún otro país resulta esta afirmación más evidente que en España, cuyo Ejecutivo ha hecho ciertamente esfuerzos por arruinar la mucha o poca que los españoles pudieran haber tenido en sus capacidades; desde negar durante meses las evidencias de una crisis cuyas consecuencias amenazan con ser devastadoras para la mayoría, hasta el empecinamiento del ministro de Trabajo en desmentir que el paro alcanzaría los cuatro millones de trabajadores quince minutos antes de que se anunciase oficialmente tan triste récord, o los continuos retrasos del plan de salvamento de cajas y bancos, que a fecha de hoy sigue sin estar listo.
El resultado está a la vista. El 65% de la población, según una encuesta del CIS de mayo, confía poco o nada de las capacidades de gobernación del presidente del Gobierno, especialmente en el terreno económico. Y pese a ello, los socialistas perdieron las elecciones europeas frente a un partido de cuyo líder desconfía ni más ni menos que el 80% de los ciudadanos, según la misma encuesta. Rajoy y el PP, por cierto, formaron parte con entusiasmo de la avanzadilla ideológica de Bush en todas sus variantes, desde la guerra de Irak hasta la milagrería económica que ahora se ha revelado falsa, sin que hayamos escuchado de momento el menor propósito de enmienda y sin que sus propuestas económicas pasen de meros balbuceos inconsistentes.
Entretanto, ninguno de los dos partidos ha sido capaz, ni ha querido tampoco, elevar el debate sobre la crisis por encima del nivel sonrojante en el que está entrando de un tiempo acá la política española, como demuestra que el asunto estrella de la pasada campaña consistiese en averiguar si el presidente puede o no desplazarse a los mítines en un avión oficial. España no se merece la clase política que la gobierna, y harán mal los partidos en ignorar los signos crecientes de hartazgo y de desafección de los ciudadanos en un momento en el que el país se dispone a atravesar uno de los periodos de mayor tensión social de su historia reciente por el aumento del desempleo y el desplome de la actividad económica. De nuevo, es a la izquierda a quién más perjudica esta deriva. Como se ha visto, cinco hombres arruinaron el mundo en 1929. Dos, más un puñado de ideólogos neocon, fueron los responsables principales del desastre en 2008. Así que nada indica que no baste con otros dos para arruinar un país. Y aun uno solo.
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